martes, 25 de septiembre de 2018

Bienvenido el cupo vasco transparente



Me he jugado una cena y no quiero perder la apuesta.

Resulta llamativo –pura casualidad– que el mismo día que el Boletín Oficial publicaba la Ley del Principado de Asturias 8/2018, de 14 de septiembre, de Transparencia, Buen Gobierno y Grupos de Interés (casi la última entre las autonómicas), los medios se hacían eco de una noticia relacionada largamente esperada. Destacaban la sentencia 88/18 del Juzgado Central de lo Contencioso-Administrativo número 7 de Madrid, por la cual se obliga al Ministerio de Hacienda a publicar la metodología y las cifras concretas de señalamiento y cálculo del cupo vasco.

El Juzgado es contundente al apreciar “un interés público superior en obtener dicha información, que debe prevalecer sobre la hipotética falta de virtualidad del acuerdo o la necesidad de otros trámites o actuaciones para la plasmación efectiva de lo acordado”. Cabe recordar que el acuerdo firmado en 2017 para el periodo que alcanza hasta 2021 resultó en una transferencia del Estado a la comunidad autónoma superior a 1.000 millones de euros, por ajustes acumulados desde 2011, así como un nuevo cupo que rebaja la aportación del País Vasco al Estado con respecto al anterior acuerdo quinquenal.

El nuevo equipo del Ministerio de Hacienda, a diferencia del anterior, ha anunciado que no recurrirá la sentencia, por lo que deviene en firme y, en consecuencia, el acuerdo deberá publicarse, junto a la liquidación de los últimos ejercicios. En suma: lo que no lograron casi 40 años de peticiones y lamentos en la actual etapa democrática, lo acaba de conseguir la tenacidad de un ciudadano mediante el ejercicio de su derecho de acceso a la información pública. Enhorabuena.

Los dos que nos jugamos una cena lo hacemos a la espera de que esta vez triunfe ‘la’ verdad de los datos y no ‘una’ verdad construida a partir de declaraciones políticas y leyes paccionadas de artículo único. Si gano yo será porque la ley, el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno y la Justicia habrán hecho –aunque tarde- su papel. Si pierdo, me tocará abonar la factura, además de aguantar el sempiterno "ya te lo dije" y, sobre todo, soportar una decepción más en este asunto. Como es fácil de imaginar, la apuesta consiste en ver si la sentencia se cumplirá o si se quedará en mera victoria moral del interesado, pero al fin y a la postre, en un triunfo ingrato e inútil. Lo veremos pronto.

Quienes tratamos de comprender y transmitir la financiación autonómica desde hace algunos años no entendemos por qué el sistema de las haciendas forales vascas y navarra, esencialmente diferente del sistema común y con la misma legitimidad constitucional (nada que decir sobre esto), produce, sin embargo, unos resultados financieros muy diferentes (esto sí que es criticable). Baste un solo dato, incluido en el informe de la Comisión de Expertos para la Revisión del Sistema de Financiación Autonómica, donde constatamos que “las comunidades de régimen foral gastan en 2016 por unidad de necesidad en torno a un 30% más que las de régimen común y se han alejado de ellas desde 2007 en su nivel de gasto por habitante ajustado”. La Constitución admite la diferencia, pero también prohíbe el privilegio. Hagamos un símil: el peregrino puede alcanzar el jubileo llegando a Compostela por el Camino Primitivo o por el Camino de la Costa, a pie, a caballo o en bicicleta, pero no en helicóptero o limusina.

La clave reside en analizar si las cifras relativas al País Vasco constituyen ese privilegio del que hablamos, aunque para ello no basta quedarse en el exabrupto, sino que es preciso acotar bien si constituye una “ventaja exclusiva o especial” (así lo define el Diccionario de la lengua española), para lo cual no hay otra solución que acudir a los datos objetivos. Por desgracia, hasta ahora –y ya veremos a partir de ahora– no se dispone de esas cifras oficiales y, en particular, no se conocen los cálculos de las cargas no asumidas por el País Vasco –y la Comunidad Foral de Navarra, no se olvide– de los que se deriva, tras múltiples ajustes, la cantidad que la comunidad autónoma debe abonar al Estado; esto es, el cupo.

Diversas estimaciones académicas (ahí están los trabajos de Ángel de la Fuente, Carlos Monasterio, Agustín Manzano o Ignacio Zubiri, pero tampoco muchos más) han calculado que cada año el País Vasco deja de aportar entre 1.300 y 5.000 millones de euros anuales a la Hacienda estatal por una infravaloración del cupo, básicamente por un mal cálculo del ajuste por IVA y por una casi testimonial aportación a la solidaridad común. Sobre esto último hemos alzado la voz desde la Comisión de Expertos, de manera unánime y contundente, concretando nuestra propuesta en una aportación adicional anual de 2.600 millones de euros que tendrían que hacer las comunidades autónomas de régimen foral. Para que nos hagamos una idea cabal: la cifra superior del citado intervalo supera el presupuesto anual de una comunidad autónoma de un millón de habitantes. Y aún llama más la atención que no haya tampoco informes específicos del Tribunal de Cuentas o de sus homólogos autonómicos en el País Vasco y Navarra, no sólo para fiscalizar su legalidad, su contabilidad y su impacto sobre la estabilidad presupuestaria, sino también para analizar la eficacia, la eficiencia, la economía y la equidad, todos ellos principios y criterios constitucionales.

No seré yo quien proscriba la negociación política sobre la base de una supuesta superioridad de los argumentos técnicos (sería tanto como negar la democracia). Pero sí defiendo un ajuste de los legítimos objetivos políticos de partidos y gobiernos a una mínima sensatez, amparada en sólidas razones económicas y jurídicas. El consenso parlamentario sobre el funcionamiento del Concierto Económico es amplísimo en toda España y casi monolítico en el País Vasco y Navarra, lo cual puede ser una ventaja, pero en ningún caso debe ser un caldo de cultivo para proscribir las críticas bien construidas.

Desde la modestia, algunos intentamos hace unos meses que el Defensor del Pueblo se implicase en este asunto, planteando quejas formales para que elevase un recurso de inconstitucionalidad contra las leyes reguladoras del cupo, animados en origen por otro gran experto en el sistema, hoy director general del Instituto de Estudios Fiscales, Alain Cuenca. Sin embargo, nuestra pretensión fue desestimada, aunque me quedo con una de sus recomendaciones finales: “estamos, sin duda alguna, ante una cuestión que tiene por objeto una actividad pública, una cuestión que atañe a información económica, presupuestaria y estadística cuyo conocimiento es relevante para garantizar la transparencia de actividades relacionadas con el funcionamiento y control de la actuación pública”. Y concluye el Defensor del Pueblo: “antes de la iniciativa legislativa y de su tramitación parlamentaria, la acción administrativa puede y debe ser más transparente”. Amén.

El diablo está en los detalles. Y no siempre la letra de la ley es lo más fiable, sino todo lo que hay detrás y que no conoce más que un selecto club de personas informadas, al puro estilo Romanones: “dejad que ellos hagan las leyes; yo haré el reglamento”. En 2021 se revisará de nuevo el cupo vasco y, entonces, esperemos que sea ya sobre bases más transparentes, con el fin de actualizar algunos parámetros.

En definitiva, bienvenida sea la transparencia efectiva, no una líquida, al decir de Bauman. Nuestros representantes nos la deben a quienes nos dedicamos a este tema de manera profesional, pero sobre todo es una deuda de ciudadanía con quienes pagamos impuestos y votamos en las elecciones.

Ya contaré si me toca invitar a cenar.
 
Publicado en Agenda Pública el 25 de septiembre de 2018

Pagar por la piscina y no por la escuela



Hagamos política-ficción. Supongamos que todos los servicios municipales se pueden financiar con precios públicos y con tributos basados en el principio del beneficio. En otras palabras: quien quiera un servicio público, que se lo pague. Quid pro quo, como decían los clásicos.

De esa forma, los impuestos que gravan una base fiscal amplia, como es el caso de la propiedad inmobiliaria, podrían ser reducidos a la mínima expresión o, en el extremo, eliminados, obteniendo ganancias generales de eficiencia. En la medida en que muchos servicios públicos tienen una demanda individualizada y se puede identificar –y excluir- a los usuarios a un coste razonable, la aplicación del principio del beneficio en materia de financiación local no parecería entonces una mala idea. Pero ya está; ahí se acaban las teóricas ventajas.

En esa fantasía, el ciudadano deja de existir y pasa a ser un cliente, de la misma forma que el sector público pasa a ser un proveedor ordinario de bienes y servicios, sin más preocupación que obtener rendimientos –o como mínimo no tener perdidas- por vender esos productos, como hace cualquier empresa privada. En la vida real esto no es posible, ni tan siquiera deseable.

Por ejemplo, se entiende socialmente aceptable cobrar un precio público por la entrada a la piscina municipal o a un espectáculo cultural. Sin embargo, muy pocas personas en España estarían dispuestas a pagar ese mismo precio público cuando acuden al centro de salud o cuando llevan cada día a sus hijas e hijos a la escuela infantil o primaria.

La hipotética cobertura del gasto público de forma exclusiva o mayoritaria con ingresos basados en el principio del beneficio contraviene una elemental noción de equidad, ya que deja excluidas a numerosas personas, las más necesitadas. Afortunadamente, ni la Sociología, ni la Ciencia Política, ni la Economía Pública, ni la propia Constitución Española, dan argumentos para plantear un escenario tan extremo.

Pero la película de la financiación local tiene un final abierto, como en aquellos libros donde se elegía la aventura en función de la estrategia seguida entre páginas. Cada gobierno local puede decidir hasta dónde y cuánto utiliza el principio del beneficio para financiar los servicios que presta o las obras que acomete. El conocido conflicto entre eficiencia y equidad está servido y, como casi siempre, será una cuestión de preferencias políticas, a dirimir en elecciones, consultas populares o plenos municipales. La única premisa es que el principio del beneficio no sea un sustituto completo de los impuestos basados en la capacidad económica, ni de las transferencias recibidas, ni del endeudamiento, pero sí un excelente complemento de estos recursos.

En todo caso, los ingresos basados en el principio del beneficio no serían suficientes, salvo que el gasto se recorte de manera dramática y/o se establezcan tasas, precios públicos y contribuciones especiales a niveles estratosféricos. En segundo lugar, el oscurantismo que todavía acompaña el cálculo de los costes de prestación (la contabilidad analítica, salvo honrosas excepciones, ni está ni se la espera) dificulta en grado sumo este tipo de ingresos. Tercero, porque en tales condiciones resulta muy complicado desplegar un eficaz control interno y una rigurosa fiscalización externa. Y, cuarto, porque su elevado coste electoral expulsaría del mercado político al partido o a la candidatura que pretenda tal solución.

En definitiva, parece más aconsejable que los objetivos redistributivos se reserven a las políticas de gasto local, por su mayor efectividad. Las ganancias de eficiencia se puedan explotar así en toda su extensión con tasas, precios públicos y contribuciones especiales (para estas últimas, probablemente, recuperando su carácter obligatorio en determinados supuestos). La legislación de haciendas locales ya permite –aunque no obliga- que las tasas y los precios públicos se desvinculen del coste, pero esta medida lo único que provoca es una debilitamiento de la eficiencia, sin que mejore la equidad, produciendo efectos regresivos en demasiadas ocasiones.

Claro que, si hablamos de municipios ínfimos, con un puñado de habitantes, entonces ni siquiera podemos escribir en serio de todo esto.

Publicado en el blog de Rifde-Expansión el 25 de septiembre de 2018 

lunes, 24 de septiembre de 2018

Sidra y reguetón


Me gusta escribir. Me encanta la sidra de buen palo y bien escanciada. Y si juntamos ambas cosas, llegamos a este texto, cifra redonda de 100 personales quebrantos que llevan navegando avante libre desde hace ya 9 años en La Voz de Avilés. El medio centenar lo celebré en su momento con una columna dedicada a cachopos y gintonics, lo cual me preocupa un poco, aunque también me hace recordar que toda fiesta en este país –en el grande y en el pequeño- suele ir acompañada del embrujo etílico. En su justa medida, claro.

Que nadie me critique por frívolo. Tampoco pretendo tener una denuncia por incitar al bebercio (“cosas veredes, amigo Sancho”, más, en estos tiempos de piel fina). Solo quiero dejar claros dos elementos que, en mi modesta opinión, llevan años estropeando las celebraciones en grupo, sobre todo las masivas. Dos grandonismos, también en el lenguaje, que están poco a poco destruyendo una forma de ocio, diurno y nocturno, de la que se podrán decir todas las críticas que se quiera, pero que reivindico por ser la de mi generación y la de varias anteriores, así que no debe ser tan mala, ni tan carca. Uno de eso elementos es arte, dicen. El otro, una simple perversión de algo que siempre se hizo, pero a mucha menor escala y de un modo más discreto. Ambos, son especies colonizadoras, invasivas y han venido para quedarse, si no se toman medidas. Los habéis adivinado: son el reguetón y el botellón.

Sobre gustos musicales, cada persona tiene el suyo, como el culo y el corazón. Nada que decir, salvo una cosa: respeten los míos también, sin forzarme a la misma repetición una y otra vez, o a la incomparecencia, por pura rendición frente a un “enemigo” imbatible. Me da la sensación de que no se quiere dar esta batalla y que la música de baile se reduce a una pobre expresión de toda la variedad que existe (y no digamos ya en el mundo latino). Quienes preferimos la salsa al kétchup, o el merengue a la nata de bote, también preferimos que nos pinchen música de calidad, y hasta pachanga, pero no un monotema (por cierto, con letras de muy mal gusto bastantes veces). Antes –y no hablo de hace décadas- cada bar u orquesta tenía su estilo propio y, si no te gustaba, cambiabas al de al lado o no acudías a esa verbena. Me enerva bastante la homogeneidad impuesta ahora. Añado una intuición económica: la hostelería pierde dinero con esta estrategia. Conmigo, desde luego.

Y qué decir del botellón. Lo que en su momento fue una vía de escape a los precios caros o la manera de reunir un grupo, hoy degeneró hasta tener vida propia y comerse –literalmente- nuestras mejores fiestas (ojo al símil con el plumero de la Pampa: antes simpático y ahora peligroso). Admiro lo que intentan hacer en el Carmín de La Pola, incluso planteándose suprimir un año la romería si el vodka sigue empujando a la sidra. Aplaudo que el Xiringüelu de Pravia separe las casetas de toda la vida de este nuevo fenómeno, aunque me temo que es barrer debajo de la alfombra. Sin embargo, critico con dureza a los organizadores que solo quieren gente sobre gente, acumulaciones para batir un deshonroso récord, aunque sea a costa de laminar la tradición, el buen ambiente, la limpieza y hasta la seguridad. Cantidad frente a calidad. No deberían ser incompatibles, pero si hay que elegir, casi mejor la segunda.

Volviendo a la sidra, no olvidemos que estamos ante la bebida social por excelencia, una de las más sanas (insisto, con moderación) y autentica seña de identidad de Asturias. La cultura de la sidra está reconocida oficialmente como Bien de Interés Cultural y aspiramos a que también sea declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco (por cierto, el tango, otro de las músicas latinas por excelencia, ya lo es; el reguetón, creo que no).

Cuidemos la pomarada, la manzana, el llagar, la botella, la etiqueta, el vaso, el chigre, la romería y la jira. Demos a la buena sidrería y a la sidra seleccionada el impulso diferencial que merecen. Reconozcamos al escanciador el valor que tiene y paguémosle el salario más alto que debe cobrar (la maquinita jamás será un sustituto de la persona). Saquemos todo el valor añadido a la industria de productos derivados (orujos, licores, vermús, mermeladas o dulces de todo tipo), a los usos alternativos en gastronomía y, por supuesto, a la exportación. Respetemos el “vino español”, pero por favor, alcaldesas, presidentes, gerentes de empresas y demás responsables: ¡más sidra asturiana en las inauguraciones! Y brindemos con un culín.

Publicado en La Voz de Avilés el 24 de septiembre de 2018 

viernes, 21 de septiembre de 2018

Un renovado control interno local

 
Se acaba de presentar el documento número 9 de la Red Localis, elaborado por Marta Oviedo Creo y yo mismo, bajo el título Un renovado control interno local.
 
El pasado 1 de julio entraba en vigor el Real Decreto 424/2017, de 28 de abril, por el que se regula el régimen jurídico del control interno en las entidades del Sector Público Local. La nueva norma supone una revolución en las funciones de control financiero de los interventores locales, como agentes internos fiscalizadores del gasto que realizan las entidades locales, lo que sin duda mejorará sus niveles de transparencia.

Actualmente, de las entidades locales que aplican en su control interno el régimen de fiscalización previa limitada (control básico de la propuesta de gasto), más del 50% sólo comprobaban la adecuación y suficiencia del crédito presupuestario y la competencia del órgano que generaba el gasto. Además, más del 70% de estas entidades no realizan un control a posteriori (que implica una vigilancia mucho más exhaustiva del gasto). Esto supone un ejercicio de fiscalización de las cuentas de las entidades locales muy reducido.

Con el cambio normativo se persigue un control financiero de la intervención innovador, eficaz, transparente y proactivo. Así se contemplan las modalidades de control financiero permanente (verificación continuada de las actuaciones de gasto desde la óptica económica y financiera para cumplir con la legalidad) y la auditoría de las cuentas públicas, a partir de 2019, incluyéndose en ambas el control de eficacia. De esta forma se podrá verificar el grado de cumplimiento del gasto con los objetivos fijados, se tendrá en cuenta el coste y rendimiento de los servicios y se potenciará un uso responsable de los recursos locales. Todas estas medidas tienen un claro objetivo, que es conseguir administraciones públicas locales mucho más responsables en su gestión presupuestaria, gracias al papel de la intervención local.

Con el nuevo marco legal el control financiero se debe realizar anualmente, aplicándose en su ejercicio las normas de control financiero y auditoría pública vigentes en cada momento para el sector público estatal, y situándose como clave de bóveda el Plan Anual de Control Financiero. Con estas nuevas medidas se persigue mejorar el exiguo control financiero de las entidades locales, puesto que solo el 9% de las entidades locales ejercieron en 2015 esas actuaciones a posteriori, tal y como señala el Informe 1.260 del Tribunal de Cuentas.

A tenor de la evidencia mostrada, desde la Red Localis consideramos necesaria, entre otras medidas, una revisión de las actuaciones y del personal adscrito al servicio de intervención en las entidades locales, con el objetivo de mejorar no solo la eficacia y calidad de los servicios, sino también de la gestión pública local, especialmente en materia de prevención de la corrupción.

Junto con lo anterior, la Red Localis considera necesaria una mayor relación de los mecanismos de control interno con los externos, y una mayor independencia y autonomía de la función interventora, para impedir posibles injerencias en la labor fiscalizadora de los interventores.
 
Dossier de prensa