martes, 29 de diciembre de 2015

Balance desequilibrado


Estamos en plenas navidades, acaban de pasar los Santos Inocentes, el año nuevo acecha a la vuelta de la esquina, hemos celebrado en España elecciones de todo tipo en muy pocos meses, la Eurozona vivió una convulsión nunca vista, los políticos españoles negocian mientras comen turrón y, al fondo, por lo que en este espacio nos toca, la financiación autonómica y la financiación local siguen pendientes de que alguien se ocupe de ellas. Me refiero a alguien con capacidad de decisión porque es evidente que opiniones las hay de todo tipo (basta ver las muy sesudas publicadas en este blog).

Cerramos un año en el que, una vez más, el modelo de Estado ha seguido en primera línea de las prioridades políticas y, ahora ya sí, creo que también entre las preocupaciones ciudadanas, aunque sólo sea por la fascinante pasión de algunos o el excitante hartazgo del resto. Una vez escuché a un veterano experto del gremio decir que “cuando el taxista te habla de financiación autonómica, entonces tenemos un problema serio”. Creo que no iba desencaminado.

En 2015, pero un poco antes también, el salto ha sido cualitativo, sin que se vislumbre aún la estación término. Cuando se invocan “la independencia”, “la ley” o “la democracia”, así, en abstracto, en realidad no estamos más que recitando el ora pro nobis que a cada parte le viene mejor. Ascuas y sardinas de toda la vida. Puestos a formular alguna pretensión, deseemos que el nuevo año sea ya, por fin, el periodo en el que de alguna manera se encarrile el tren de la discordia territorial o, en su defecto, pidamos que pare de una vez en alguna estación. Los viajeros están mareados de dar vueltas y el combustible de las calderas empieza a escasear, corriendo el riesgo de quedar detenidos en un páramo donde no haya ni lo más básico, dejando a todo el mundo descontento.

En lo concreto, los Reyes (Magos, no Borbones) deberían traernos un nuevo sistema de financiación autonómica para que se pueda empezar a aplicar el 1 de enero de 2017. Las razones son conocidas y no creo que sea necesario repetirlas. Para la financiación local ocurre algo parecido. Sólo añado algunos matices importantes.

Primero, háganse ambas reformas a la vez, para que prevalezca la imprescindible “visión de Estado” y porque los recursos a repartir, salvo grandes e improbables innovaciones tributarias, a corto plazo son los que son.

En segundo lugar, para el ámbito autonómico, deben definirse espacios fiscales propios que, no diré inexpugnables para otro nivel de gobierno, pero sí bien acotados, para reducir la conflictividad constitucional y las políticas de ida y vuelta que quiebran la equidad, la eficiencia y la seguridad jurídica. Todo ello sin perjuicio de la obligada coordinación (incluida una mínima armonización impositiva) y la imprescindible solidaridad entre personas y territorios.

Tercero, para el sector local, debe acometerse una reforma más amplia que la de la financiación. Hay un estadio previo, relativo a la reforma de la planta municipal, para constituir ayuntamientos más fuertes, dotados de una masa crítica demográfica, una capacidad real de gasto y, cómo no, unos recursos suficientes para prestar los servicios que tienen –o puedan tener- encomendados. Si esto es así, las diputaciones provinciales se caerían por su propia irrelevancia. En cambio, si no somos capaces de acordar esto a nivel general, cada comunidad autónoma en su propio territorio debería poder diseñar su propio Régimen Local, sin mayores interferencias.

Y no nos olvidemos nunca de la Unión Europea, la que proclama entre sus valores fundacionales la libertad y la cohesión. ¿Se nos olvida que las comunidades autónomas tienen mucho que decir en la formación de la voluntad del Estado y, en sentido descendente, también en la ejecución de las políticas europeas?

En fin, soñemos con Antonio Machado, ¡bendita ilusión!, todas estas cosas. Tras un tiempo vivido de ciertas extravagancias y una excesiva inmediatez, ahora toca hablar y acordar para cambiar (a mejor, obviamente).

Como entramos en año bisiesto, sugiero que ese día mágico del 29 de febrero tengamos casi todas las costuras cerradas. ¿Por qué no?


Publicado en el blog De fueros y huevos (RIFDE-Expansión) el 29 de diciembre de 2015 


miércoles, 16 de diciembre de 2015

Universidad pública y crisis

La Universidad pública española vive un momento preocupante. Quizás esta afirmación pueda parecer excesiva, sabiendo que nuestras instituciones de educación superior nacieron en la lejana Edad Media y que han sobrevivido a guerras, inquisiciones, purgas, recesiones y conflictos de todo tipo. Sin ir más lejos, es obligado citar el “atroz desmoche” al que la sometió la dictadura franquista, tal y como ha retratado Jaume Claret Miranda.

El siglo XX terminó para la Universidad española el 19 de junio de 1999, fecha de la manida Declaración de Bolonia. Ahí se apostaba por consolidar el Espacio Europeo de Educación Superior como “instrumento clave para promocionar la movilidad de los ciudadanos, su capacidad para acceder al empleo y el desarrollo general del continente”. Loables fines, en el marco amplio de la construcción de una ciudadanía europea.

Lo que en Bolonia parecía acotado (homologación de títulos, fomento de la movilidad y mejora de la empleabilidad), fue utilizado en España como pretexto para otras reformas más alejadas, culminando en la Ley Orgánica de Universidades de 2001. Por si fuera poco, en 2011 se produce la transfiguración de la sempiterna escasez en un principio constitucional, el de estabilidad presupuestaria, cuyas derivaciones posteriores parecen justificar casi todo.

Ya no sirve invocar unívocamente la autonomía como patente de corso, puesto que debe confrontarse con la transparencia y la rendición de cuentas, respetando además la autonomía propia de las comunidades autónomas, a las cuales se vinculan las universidades públicas.

Algunos gestores universitarios se han dejado engatusar por eslóganes como “internacionalización” o “nuevo paradigma”, pero han descuidado lo elemental. Hablan de competencias y orillan los conocimientos, como si fuesen excluyentes. Priman el amiguismo frente al mérito, expulsando a jóvenes con curriculums varias veces acreditados. Incentivan una cierta investigación de ranquin y dejan de promocionar la investigación “inútil” (Francisco Tomas y Valiente dixit), esa que resuelve problemas sociales, científico-técnicos o humanísticos. Dejan de lado la docencia de calidad y la retribuyen con tacañería, destruyendo cualquier ánimo de mejora.

En la Universidad pública española hay cuatro deficiencias principales: “la económica, porque es pobre; la estructural, porque es preciso cambiar la ley que la regula; la científica, porque muchos de sus profesores no somos, en cuanto tales profesores, todo lo que científicamente debiéramos ser; la moral, porque en el talante común del estamento universitario dominan el desánimo y la atonía”. Sabias palabras de Pedro Laín Entralgo sobre la Universidad de la posguerra civil que, por desgracia, siguen teniendo ecos de actualidad.

¿Cuál es entonces el puerto hacia el que dirigir el barco? Para empezar, hacen falta dinero, estabilidad normativa y un mejor control. El Gobierno de España y los gobiernos autonómicos, junto a los respectivos parlamentos, los órganos de control y las propias universidades, deben implicarse en el diseño de un marco jurídico sólido y un modelo de financiación suficiente y eficiente, orientando sus actuaciones al logro de objetivos estratégicos. Autonomía sin responsabilidad es como conducir un coche sin frenos, sobre todo si hemos puesto al volante a un insensato. Digámoslo claro: el actual sistema de elección al rectorado por voto universal entre la comunidad universitaria no es el óptimo.

Es preciso adoptar una moratoria general para la creación de universidades, incluyendo el despliegue de campus, facultades, departamentos y titulaciones. Tenemos 50 universidades públicas y 30 privadas, por lo que el camino ha de ser el de la especialización. El dinero fácil y los localismos virales han respaldado decisiones muy erróneas.

Hay que defender la docencia y la investigación de calidad, si no se quiere convertir las universidades públicas en mediocres academias. Esa calidad es ineludible para todas ellas, pero la excelencia sólo puede estar al alcance de unas pocas, por definición. Y aquí no sirve invocar un concepto equivocado de igualdad, aunque tampoco se debe reprimir la ambición académica, si es sana y factible. Los Campus de Excelencia Internacional nacieron como una gran idea, pero pronto quedaron desnaturalizados cuando se empezó a conceder el sello a discreción, en algunos casos para ideas muy poco realizables. Algo parecido se debería hacer redefiniendo la Extensión Universitaria, volviendo a sus orígenes, para que la Universidad engarce mejor con la sociedad a la que sirve.

Lo siguiente es introducir incentivos alineados, comenzando por seleccionar al personal con garantías plenas en las convocatorias e igualdad en el acceso. Si para cumplir una ley (por ejemplo, sobre la tasa de reposición) se vulnera otra (verbigracia, con sospechosas prórrogas o estabilizaciones), entonces el mundo universitario es el del caos, cuando no el de la irresponsabilidad y el delito. El siguiente estadio pasa por un sistema de retribuciones dignas, bajo sistemas objetivos y atractivos de evaluación del desempeño. Una muestra: el actual sexenio de investigación no compensa el esfuerzo invertido y el quinquenio de docencia se otorga por ser cinco años más viejo.

Y, al final, el estudiante. Las claves son sencillas: igualdad en acceso según renta y promoción según rendimiento académico. La Universidad es selectiva, por lo que no puede absorber miles de estudiantes en cada área de conocimiento, en cada ciudad y cada año, salvo que se les quiera conducir a la precariedad o al paro –aún más- masivo. No es de recibo confundir a la opinión pública hablando de “esfuerzo presupuestario”, mientras se distraen recursos en campus yermos o en estudiantes cuyo rendimiento es casi nulo. Eso sí, por encima de todo, una sociedad del siglo XXI no puede tolerar que nadie con actitud personal y aptitud universitaria quede fuera del sistema. Por eso es necesario graduar los precios públicos según circunstancias y ampliar las becas para quien de verdad las necesite.

No se puede seguir con clases vacías y aulas repletas. No tienen sentido las tutorías –o “tonterías”- grupales si son aprovechadas para el asueto. El envejecimiento y el anquilosamiento funcionarial de las plantillas deben ser abordados sin dilación. El personal de administración y servicios en tareas rutinarias tiene que dar paso al que se ocupa de la gestión de alto valor añadido. Póngase fin a las titulaciones que sólo contentan a ciertos grupos de poder, a las bibliotecas sin libros ni bibliotecarios, a los doctorados devaluados y a los cortes de luz o calefacción. Mientras, las universidades privadas seguirán acechando. 


Versión reducida del texto publicado en el libro de Antonio Arias Rodríguez El régimen económico y financiero de las universidades públicas (3ª edición, Editorial Amarante, 2015), el cual tuvo su origen en la tesis doctoral del autor, codirigida por mí en la Universidad de Salamanca. Este artículo se publicó en El Comercio el 16 de diciembre de 2015.

martes, 8 de diciembre de 2015

Filosofía y lenguaje de la financiación autonómica

http://economia.elpais.com/economia/2015/12/07/actualidad/1449509651_802616.html#bloque_comentarios

Si en el principio está el verbo, después han de venir el diálogo y el consenso. De nada sirve confrontar recitando monólogos. Peor aún es despreciar la opinión contraria, sin más argumentos que el de las propias razones. Tampoco resulta muy saludable la deliberación insulsa y circular, si no culmina en acuerdos amplios.

Si se hubiese dialogado en serio sobre el asunto catalán, quizás no hubiésemos llegado a la frontera de la ruptura. Me resulta muy triste comprobar cómo la comunidad autónoma que más hizo siempre por la federalización del Estado de las Autonomías, sea ahora la que reniega de ese modelo que prácticamente diseñó a su gusto. En el ámbito concreto de la financiación, nunca hubo modelo sin Cataluña y, en cambio, recuérdese que entre 1997 y 2001 otras tres comunidades autónomas sí se descolgaron del acuerdo general. Ítem más: nunca la revisión periódica del sistema de financiación autonómica fue hecha sin el impulso de Cataluña, después modulado y asumido por el conjunto. Por eso extraña bastante que la parte catalana haya cuestionado el acuerdo de 2009 al poco tiempo de su implementación.

Se ha llegado a tal temperatura que el punto de ebullición está cerca. No esperemos a que desinfle, cosa que nunca ocurrirá por el simple transcurso del tiempo. No estamos ya en la fase de contraponer informes económicos porque -digámoslo claro- a cada experto le sale algo que concuerda con su opinión predefinida. Y póngase fin a la estéril batalla jurídica entre la "brigada Aranzadi" (Enric Juliana dixit) y su contraparte; Política y Derecho deben acomodarse en este orden, no en el inverso.

Para el reciente Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, el filósofo Emilio Lledó, "la raíz del mal está en la ignorancia, el egoísmo y la codicia".

En la financiación autonómica, la ignorancia viene por la percepción de la ciudadanía acerca de un sistema complejo (por no decir un arcano), pero que garantiza nada menos que los servicios públicos fundamentales. Esta falta de conocimiento lleva a una desconexión con este debate, en culpa igualmente atribuible a políticos y técnicos que lo han enredado cada vez más. Por eso el primer paso ha de ser el de la simplificación y la pedagogía.

De otro lado, el egoísmo se opone directamente a la solidaridad que, por definición, se hace siempre "a cambio de nada" (sic), aunque no parece tenerlo claro todo el mundo. Nadie podrá contravenir la idea básica de que exista una redistribución de los ricos hacia los pobres, lo cual tiene aquí dos derivadas inmediatas.

La primera obliga a poner en cuestión el cálculo del cupo vasco y de la aportación navarra, antes que nada por su escasa contribución a la solidaridad del sistema. Por cierto, para ello bastaría con cambiar una ley ordinaria.

La segunda, para decidir políticamente cuál debe ser el grado de solidaridad a aplicar. Elevado, sí, pero sin destruir incentivos a la eficiencia y la responsabilidad. El criterio tampoco debe violentar la autonomía de las comunidades autónomas, menos aún, la de aquéllas que desean avanzar por ese camino, en contraste con las que legítimamente estarían cómodas siendo una Delegación del Gobierno. El debate no debe ser entre territorios, sino filosófico (¿a qué llamamos solidaridad?), ideológico (¿personas o territorios?) y, si se quiere, identitario (¿no merecen mi solidaridad quienes viven a 300 kilómetros?). El mal de codicia sería la última perversión de una noción elemental de solidaridad, puesto que implica "afán excesivo de riquezas".

Volvamos al sabio Lledó para seguir defendiendo la importancia del lenguaje.

Sobre el reconocimiento como nación, algo tan sencillo como añadir un calificativo (nación española, nación catalana u otras) facilitaría la convivencia de varias de ellas sin demasiado problema, con lo que nadie debería estar en peor situación que la inicial. Algo así podría suscribir Pareto y exactamente eso defendió Anselmo Carretero, dos autores a los que conviene revisitar. Para lo que nos ocupa, ¿otorgaría más derechos económicos o financieros esa denominación de nación que la muy parecida de nacionalidad, vigente desde 1978? No tendría por qué ser así, pero al menos el lenguaje habría contribuido a resolver uno de los problemas enquistados.

¿Debemos seguir hablando de comunidades autónomas de régimen común, frente a las de régimen foral o especial? Si común significa "admitido de todos o de la mayor parte", es correcto. Pero si lo que se quiere decir es "bajo, de inferior clase y despreciable", el incendio se aviva y se regalan cerillas a los pirómanos.

El método y los retos no son sencillos. ¿Por dónde empezar? Quizás por la Conferencia de Presidentes, más aún desde la nueva Ley de Régimen Jurídico del Sector Público que, por fin, reconoce este máximo órgano multilateral de cooperación política. Sin embargo, el presidente del Gobierno de España no lo ha convocado desde octubre de 2012, ni para coordinar ajustes en tiempos de crisis, ni para discutir sobre financiación autonómica cuando tocaba hacerlo, ni para afrontar los órdagos territoriales, aislando así su propia posición. Pessoa diría que esa actitud ha sido insostenible desde un punto de vista de raciocinio, casi como la de su "banquero anarquista".


Publicado en el blog De fueros y huevos (RIFDE-Expansión) el 27 de octubre de 2015
Publicado en el diario El País el 8 de diciembre de 2015


http://economia.elpais.com/economia/2015/12/07/actualidad/1449509651_802616.html#bloque_comentarios