¿Control? ¿Supervisión? ¿Evaluación? ¿Vigilancia? En definitiva, estamos hablando de fiscalización de la gestión pública en todas sus extensiones. Desde que se diseña una política pública a partir de los recursos disponibles hasta que se ejecuta dicha política, pasando por todos los estadios intermedios de presupuestación y coordinación con otras. La fiscalización es, al mismo tiempo, un instrumento y un procedimiento para la mejora continua en el ámbito del sector público.
El nuevo gestor público no es un burócrata de los que tanto se critican en la literatura de Benedetti, en las teorías de Niskanen o en las viñetas de Forges. Al menos, no debería serlo, aunque todos podamos conocer casos más que suficientes para ilustrar muchos anecdotarios. El nuevo gestor público no es un simple servidor sujeto al Derecho Administrativo en exclusiva, ni un profesional univalente y alienado como el Chaplin de la película Tiempos modernos. Y aquí podemos estar hablando tanto del alto funcionario como del interino del grupo D, el eventual designado o incluso del cargo político que dirige la acción ejecutiva.
Al nuevo gestor público se le exige que sea un agente activo -y pasivo- de un ordenamiento jurídico diverso y disperso. Una persona polivalente y multidisciplinar que forma parte de una organización compleja, interactúa con equipos, habilita espacios para la participación ciudadana y, en definitiva, trabaja para la cosa pública y el interés general.
¿Y qué papel le queda entonces a los órganos de control interno y externo en su función de supervisión de la gestión pública? ¿Deben ser únicamente unos simples supervisores de la legalidad, como lo eran en sus orígenes? Parece obvio que no. ¿Son estos órganos de control el enemigo natural de la acción política, ejecutiva y legislativa? En absoluto (y se equivoca quien lo siga creyendo). ¿Acaso los órganos de control externo -Ocex- están condenados a batirse en duelo continuado con los órganos de control interno? Mejor que no sea así, si en verdad queremos una fiscalización coordinada y complementaria, orientada hacia una finalidad común, en la búsqueda de nuevas metas de eficacia, eficiencia y economía que remuevan obstáculos y mejoren la calidad de los servicios públicos en sentido amplio.
A estas alturas del siglo XXI hay algunas cuestiones que, no por conocidas, deben dejar de recordarse. Para empezar, la supervisión integral y permanente no es solo un desiderátum, como quizás fue en otro tiempo, sino más bien una obligación inherente a todo gestor y a toda gestión en el ámbito público. No es tampoco una incómoda exigencia constitucional, sino una verdadera necesidad objetiva. La función de supervisión es todo eso y, además, un obligado requerimiento de contenido económico.
El momento actual de crisis económica ha obligado a extremar el control sobre los recursos públicos, mucho más escasos que en los últimos años de abundancia. Pero nadie debe llamarse a engaño: la supervisión de la gestión pública es exactamente igual de importante cuando los recursos son abundantes que cuando escasean. No es cierto que la escasez deba impulsar un mayor control. Sería tanto como decir que la abundancia justifica el derroche, la ineficiencia o el descontrol. En modo alguno esto debe ser así.
Quizás la mayor novedad que introduce esta profunda crisis venga dada por el cambio de modelo económico que tiene que traer aparejado. Algunos de los excesos cometidos en ciertos sectores de actividad nos están pasando factura ahora. Algunos gestores públicos embarcados en demasiadas aventuras peligrosas ya no pueden siquiera mantener abierta su oficina. Muchas de las estructuras administrativas y de gobierno que habíamos construido se ponen en cuestión. Desde algunos aspectos del Estado de las autonomías hasta el enjambre de las cajas de ahorros (con fusiones frías, calientes y templadas). O, por qué no traerlo a colación, el insostenible mapa municipal español.
Por si todo esto fuera poco, ahora debemos hacer frente a obligaciones de gasto derivadas de la garantía de nuevos derechos básicos de ciudadanía (atención a la dependencia), así como a una profunda transformación de nuestro modelo productivo, social y ambiental. Y aquí el nuevo gestor público debe transitar por coordenadas diferentes a las más tradicionales, actuando más que nunca bajo las premisas de la eficacia, la eficiencia y la economía. El nuevo gestor público y la función de supervisión deben enfocar sus actuaciones hacia todos los aspectos clásicos de legalidad y presupuestación, pero también orientar sus trabajos hacia aquellos temas organizativos y de regulación que le son inherentes. Y es aquí donde la fiscalización, a través de la auditoría pública, tanto de regularidad como operativa, puede hacer un trabajo que, además de necesario, deviene en imprescindible.
Todos los Ocex -incluido el Tribunal de Cuentas- han venido realizando una intensa labor de control en materia de regularidad contable-financiera y legalidad durante los últimos 30 años. Sin embargo, dentro de un paulatino pero irrefrenable proceso, acelerado a partir de la última década del siglo XX, este tipo de informes de regularidad han sido reforzados y ampliados con trabajos específicamente referidos a la calidad de la gestión pública. Su finalidad supera la tradicional vigilancia sobre la sujeción a la normativa, comenzando a preocuparse cada vez más por medir el resultado de la gestión pública, conforme a unos objetivos previamente establecidos y sobre la base de indicadores ad hoc. En última instancia, la meta a alcanzar sería la mejora continua de los procedimientos y los resultados, superando el enfoque más burocrático que ha sido hegemónico en la Administración española.
Publicado en Cinco Días el 2 de enero de 2013
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