viernes, 8 de julio de 2016

Demérito e incapacidad en la selección del PDI


Ha sido un honor participar en el libro colectivo que coordinan Antonio Arias, Ana Caro, José Ramón Chaves y Juan Jo Fernández, titulado Usos y abusos del derecho universitario. Homenaje a Juan Manuel del Valle, editado por Aranzadi-Thomson Reuters. No creo que haga falta explicar de qué va el libro, ni a quién se homenajea, más que merecidamente, con motivo de su jubilación.

Mi modesta aportación lleva un título explícito y recoge el sentir sobre un tema que nos toca muy de cerca. Aquí va. 

Demérito e incapacidad en la selección del PDI

Son muchos los principios constitucionales y legales que debe atender el gestor universitario, aunque, como los mandamientos, se resumen en uno: cumplir las normas. Si además se optimizan recursos y se logran resultados de impacto, miel sobre hojuelas. Como se dice en la Biblia, la “naturaleza divina” se alcanza si se pone todo el empeño posible en unir a la fe la virtud y a la virtud el conocimiento.

Es evidente que la persona encargada de gobernar una universidad pública debe colocar en el frontispicio de su despacho el principio de legalidad, cerca de la placa dedicada a la ética y al lado de las estanterías donde reposan la eficacia, la eficiencia y la economía. Tampoco debe descuidar el funcionamiento democrático de la institución –incluyendo el régimen electoral interno, la rendición de cuentas, la responsabilidad y la transparencia- ni la estabilidad presupuestaria, tan en boga y tan de moda. Y, junto a todo lo anterior, pero no por encima, la autonomía, sin que deba colisionar con la esfera propia de autogobierno de las comunidades autónomas, a las cuales se vinculan las respectivas universidades públicas.

Hablando en concreto del acceso del personal docente e investigador (PDI) no es posible abstraerse a la igualdad, el mérito y la capacidad, no ya por explícitos mandatos constitucionales, sino también por una cuestión de justicia social y necesidad de progreso. Si aquel gestor universitario sólo coloca a sus amiguetes en la plantilla, podrá tener un club social o un acogedor cortijo particular, pero estará poniendo los cimientos de barro para una universidad endeble. Para que algunos lo entiendan: si esto fuera fútbol, el entrenador estaría fichando jugadores más o menos guapos, más o menos vendedores de camisetas y perfumes, pero incapaces de marcar goles, correr la banda o jugar un partido sin lesionarse.

La sempiterna escasez se transfiguró en 2011 en el principio constitucional de estabilidad presupuestaria, cuyas derivaciones son palmarias desde entonces. Una de las más perversas ha sido la de imponer, mediante legislación básica, unas tasas de reposición bajísimas o incluso nulas, aplicando una noción de supuesta igualdad que poco tiene que ver con la justicia, ya que en realidad supone consagrar una inequidad vertical, es decir, un trato idéntico a situaciones muy diferentes. ¿Qué tienen que ver un negociado autonómico de estadística, un gabinete ministerial de comunicación y una gerencia municipal de urbanismo? Muy poco o nada. Para el caso que nos ocupa: ¿acaso tienen las mismas necesidades de plantilla una universidad histórica y otra que aún está desplegando sus estructuras básicas? ¿Y una con 50.000 estudiantes, frente a otra con 10.000 y una tercera con docencia a distancia en exclusiva? La respuesta es fácil: no.

Pero como “todo fluye”, a pesar de esa fuerte restricción presupuestaria, los incentivos han seguido jugando su papel. Así, la gente ha hecho mayoritariamente sus deberes y, a comienzos de 2016, son varios miles de personas las que están acreditadas por la ANECA para los cuerpos de profesor titular o de catedrático. En los mejores casos, ocupan plazas laborales o disfrutan –quizás el verbo sea excesivo- de contratos temporales o precarias becas de investigación. En los peores, están fuera del mundo académico en otras ocupaciones profesionales o han caído en la emigración o el paro.

En consecuencia, la oferta de personas con acreditación nacional es amplia, como nunca lo había sido, pero la demanda por parte de las universidades públicas es muy baja. Por todo ello, como nos enseñan a los economistas en primer curso de carrera, el precio baja, es decir, las condiciones laborales se deterioran y las expectativas se frustran. ¿Queremos dejar el mundo académico sólo a quienes ya están instalados o a nuevas personas voluntaristas y/o acomodadas? Aquí tenemos otra quiebra de la igualdad, en este caso, de oportunidades. Cierto es que la precariedad no es patrimonio exclusivo de la universidad, pero poco consuela que el mercado laboral español en su conjunto sea una máquina que digiere demasiadas ilusiones.

Porque si la igualdad está significando un trato igual de malo (a universidades y personas) y una igualación en mediocridad (mismos sueldos, mismo tipo de investigación, misma docencia repetida, misma gestión burocratizada), entonces se destruyen los incentivos. Y si algo hay que nos estimule a los seres humanos son precisamente estos alicientes, vengan dados por motivos sentimentales, presupuestos ideológicos o razones crematísticas.

Esos gestores universitarios –no todos, pero sí bastantes- han hecho alguna trampa. Bajo eslóganes de “excelencia” y “austeridad”, tan iluminadores como vacuos y contradictorios, han descuidado el mérito como principio básico para la selección del PDI. Han facilitado confortables acomodos a personas de discutible capacidad académica, mientras bloqueaban la entrada o enseñaban la salida a hombres y mujeres con curriculums varias veces acreditados. ¿Quién no conoce casos cercanos? ¿Y por qué casi nadie los denuncia?

Asimismo, la capacidad que proclama la Constitución Española también se vuelve del revés al observar a algunos reclutadores universitarios. Quizás este concepto de recluta pueda tener reminiscencias militares o resonancias mercantilistas, pero sigue siendo muy útil en el contexto universitario público. Porque todo proceso de incorporación implica formación, prueba, evaluación y respuesta. Y muchas veces no hay nada de eso o se excluye sin mayores miramientos a quien se califica como “falto de legitimación” o “sobrecualificado”.

Y para qué hablar de la imprescindible publicidad de las convocatorias a plazas de PDI, tantas veces relegada en tablones de corcho al final de un oscuro pasillo o en las profundidades de una página web corporativa. En la era de la transparencia –que no sólo implica divulgar el salario del rector- esto es inaceptable.

Decíamos al principio que antes que cualquier otra cosa se deben cumplir la normativa legal y la ética. Pues bien, lo que ha provocado este mundo de escasez sobrevenida –que no nueva- es una serie de curiosos comportamientos, algunos de los cuales podrían ser susceptibles de responsabilidad contable, infracciones disciplinarias o de buen gobierno y, en el extremo, delitos tipificados en el Código Penal. Por desgracia, no siempre hay un correlato en forma de castigo electoral, dado que las maniobras oscuras y clientelares, frente a las conductas probas e íntegras, suelen funcionar como reclamo ante una votación.

Un ejemplo paradigmático son los cumplimientos aparentes de la tasa de reposición, compensados por prórrogas o ampliaciones irregulares de contratos y nombramientos, reconocimientos de servicios prestados en régimen de dudosa legalidad o cambios de asignaciones docentes sin justificación ni soporte alguno. Ejemplos, nada más, pero señalan un camino de líneas rojas, ya no de baldosas amarillas. Los tribunales de justicia han corregido algunos desaguisados en estos últimos años, aunque otras muchas componendas ad hoc han logrado pasar el supuesto filtro supervisor de la tutela judicial efectiva.

En todo caso, seamos optimistas. Supongamos por un momento que algún día el ingreso del PDI en la universidad pública española llega a ser del todo limpio. Hagamos este ejercicio mental, siguiendo a Eduardo Galeano, quien decía que sin utopía no es posible avanzar. Avancemos, pues, para imaginar esa hipótesis en la que alguien ha obtenido una determinada posición académica y, con toda legitimidad, aspira a promocionar. Es entonces cuando habrá que construir un sistema que promueva la eficiencia y, al mismo tiempo, sea motivador y justo. Es decir, tendremos que hablar sobre evaluación del desempeño, pero sobre todo, tendremos que actuar, desarrollando este fundamental mandato, sin quedarnos en la dimensión retórica o teórica. Para ello, me atrevo a sugerir algunas ideas básicas.

Una, para que la antigüedad se reconozca y se retribuya con los trienios, pero sólo como lo que es, una cuestión biológica, no un parámetro para acceder a privilegios y prebendas.

Dos, para que los méritos docentes se evalúen y se valoren con criterios transparentes y lógicos. Los quinquenios no pueden ser sólo cinco años más en el DNI, sobre todo cuando las contrataciones de PDI se generan (casi siempre) por necesidades docentes en exclusiva. No es fácil discriminar positivamente al buen docente, ni hacerlo de forma negativa con el malo. Pero sí es posible y deseable, partiendo de un mínimo común. Tenemos instrumentos y técnicas que nos sirven, con un particular énfasis para las encuestas al alumnado. ¿O es que no nos fiamos de quienes son nuestros principales críticos? Con el clásico, digamos que todo largo camino empieza por un primer paso o que lo mejor suele ser enemigo de lo bueno. No avanzar en esta línea sería un enorme fracaso.

Tres, reformulando el actual complemento de productividad, para que compense el esfuerzo invertido en su consecución. Aun reconociendo que los sexenios han sido un estímulo decisivo para el fomento de la producción científica en España, no es menos verdad que en su implementación se han generado algunos vicios, sobre todo en el proceso de evaluación, donde han ido apareciendo excrecencias relacionadas con esferas de poder, ámbitos de conocimiento y negocios editoriales, pudiendo suponer un grave peligro en forma de círculos viciosos de ineficiencia, inequidad y exclusión.

Y, cuatro, no diferenciemos méritos sólo por el hecho de que quien los haya obtenido no tenga –incluso porque nunca haya podido tener- una determinada categoría. Por ejemplo, si un docente ha obtenido una calificación excelente en su evaluación, debería dar igual si es ayudante, titular o catedrático. Lo mismo con las publicaciones y las patentes. ¿Por qué debe cobrar alguien más por un complemento retributivo si el mérito objetivo es idéntico al de otra persona, incluso aunque esta última esté eventualmente fuera del sistema universitario? Y, por supuesto, deben mejorarse los vasos comunicantes y la homologación de méritos entre las figuras laborales y funcionariales de PDI, facilitando también la conexión de la sociedad y la empresa con las instituciones educativas superiores. De otro modo, serán cuantiosos –ya lo son- los daños colaterales derivados del hecho de tener que comenzar varias veces los procedimientos de homologación o acreditación, siempre engorrosos y sin plenas garantías de que se alcance el éxito final.

He dejado para el final los aspectos de gestión que, desde hace unos años, se tratan de promocionar y reconocer, aunque se hace de la peor manera posible. Quien aspira a formar parte del PDI se espera que lo haga por un afán docente o una vocación investigadora, en mayor o menor grado, pero desde luego no porque ansíe un vicedecanato o un vicerrectorado de cualesquiera asuntos. Y sin embargo, casi se exige esto último como penitencia antes de obtener una acreditación nacional. Quien más publica o mejor enseña no suele ser el mejor gestor y viceversa, salvando las contadas excepciones. Por eso es preciso insistir de nuevo en una reforma profunda del sistema de gobierno universitario, promoviendo el liderazgo y la profesionalización, sin descuidar el control democrático. Las áreas y los departamentos de taifas, así como los rectorados donde operan intercambios de favores y votos, son dos de los peores males que aquejan a la universidad española. Esto no se debe confundir con un cierto grado de sana endogamia que, como el colesterol en el cuerpo humano, produce males por exceso, pero se necesita para sobrevivir.

Si queremos que el nivel medio de la universidad pública española sea elevado dentro del contexto europeo e internacional, hay que actuar en muchos frentes. Aquí se han esbozado algunos, pero el círculo es muchísimo más amplio. De otro modo, como decía Borges, “si insiste en lo propio y lo contemporáneo, la universidad es inútil, porque está ampliando una función que ya cumple la prensa”.

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