La Constitución española de 1931 definía la República como “un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones”. En materia de control externo, el Tribunal de Cuentas de la República (TCR) se regulaba con carácter sucinto en el Título VIII relativo a la Hacienda pública, concretamente en los artículos 109 y 120 de la Carta Magna[i]. El 109 fijaba la rendición anual obligatoria de las cuentas del Estado y su preceptiva censura por el órgano fiscalizador. El 120 definía el TCR como “el órgano fiscalizador de la gestión económica”, estableciendo su dependencia directa de las Cortes y el ejercicio de sus funciones “por delegación de ellas en el conocimiento y aprobación final de las cuentas del Estado”. Como se puede leer en este último precepto, la Constitución republicana, en aras del consenso, no especificó finalmente nada sobre el control externo de las cuentas de las regiones autónomas, ni de los municipios, aunque ello fuese después de acalorados debates a favor y en contra en las Cortes, acerca de la naturaleza delegada o sustantiva de la autonomía regional como telón de fondo y, en definitiva, sobre el alcance fiscalizador del TCR[ii].
En septiembre de 1932 fue aprobado el Estatuto de Autonomía de Cataluña, cuyo artículo 17 especificaba que el TCR “fiscalizará anualmente la gestión de la Generalidad en cuanto a la recaudación de impuestos que le sean atribuidos por delegación de la Hacienda de la República y la ejecución de servicios por encargo de ésta, siempre que se trate de servicios que tengan su consignación especial en los presupuestos del Estado”. El matiz es clave, ya que se avanzaba en la fiscalización del TCR sobre la gestión autónoma de la Generalitat, pero quedando circunscrita a los tributos cedidos y las competencias encomendadas por el Estado. Igualmente, es importante recordar que este punto estaba ausente en el proyecto remitido por la Generalitat y, sin embargo, fue introducido exprofeso durante la tramitación del Estatuto de Autonomía de Cataluña en las Cortes, retomando -y en parte corrigiendo- el debate cerrado un año antes sobre el exacto encaje del TCR en la Constitución[iii].
Otro hito se encuentra en el llamado Estatuto Interior de Cataluña, aprobado en mayo de 1933. Su artículo 81 remitía a una futura ley catalana de Administración y Contabilidad para regular, entre otros aspectos, el funcionamiento de un tribunal de cuentas propio e independiente del gobierno autónomo, así como establecer “las garantías, las normas y los procedimientos para asegurar la rendición de cuentas”. Lo cierto es que ese tribunal de cuentas de ámbito regional nunca se llegaría a constituir.
En junio de 1934 se aprueba por fin la ley especial para el TCR, prevista en la Constitución de 1931 y dos años después del Estatuto catalán. En su artículo 11 se desplegaban las competencias del TCR, incluida la de “fiscalizar anualmente la gestión de los organismos de las regiones autónomas, con arreglo a sus respectivos Estatutos” y la de “censurar, calificar y reparar las cuentas de los ayuntamientos en los casos que determine la ley municipal”. Por primera vez, una ley estatal conjugaba el control externo del sector público con el modelo de estado descentralizado que se estaba construyendo.
El actual periodo democrático
Aquel embrión de federalismo asimétrico durante la II República -aunque nunca se llamase así de manera expresa- dejó como herencia un esbozo del actual Estado autonómico, en particular, en materia de financiación[iv], pero también iba a ser el enlace histórico con un sistema de control externo, ahora sí, verdaderamente descentralizado.
En el periodo republicano el epítome territorial fue la autonomía catalana, sin olvidar el camino transitado por el Estatuto de Autonomía del País Vasco y el proyecto de Estatuto de Autonomía de Galicia, todos ellos interrumpidos por el golpe de Estado, la Guerra Civil y la larga dictadura. En todo caso, tuvieron notable influencia sobre los debates constituyentes de 1978 en materia territorial, a pesar de que -o justamente porque- habían transcurrido cuatro décadas de franquismo. La gran diferencia es que ahora se descartaba la autonomía para una o pocas regiones autónomas, quizás no tanto por convencimiento de las partes, como por la combinación del pragmatismo político del Gobierno de Suárez y de la Generalitat histórica que representaba Tarradellas. Se apostó así por el consabido “café para todos”, popularizado por el ministro para las Regiones[v], diseñando primero las preautonomías y luego las comunidades autónomas, con sus propias instituciones de autogobierno y administración, incluidos los respectivos órganos de control externo[vi].
En el ámbito internacional no se puede obviar la importancia de la Declaración de Lima, aprobada en octubre de 1977, en el marco del IX Congreso de la Organización Internacional de las Entidades Fiscalizadoras Superiores (Intosai) y considerada como la carta magna de la auditoría del sector público[vii]. Este documento gira en torno a la independencia de las instituciones fiscalizadoras y de sus miembros, para lo cual deben regularse y garantizarse en la Constitución[viii], aunque los aspectos concretos puedan ser regulados en las leyes.
En ese marco, la Constitución de 1978 trae al presente el planteamiento de su antecesora en la II República sobre el Tribunal de Cuentas y, a buen seguro espoleada por la referida Declaración de Lima[ix], va mucho más allá, al regular expresamente en el artículo 136 la condición de “supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica de Estado, así como del sector público”. Reconoce también “su propia jurisdicción” (contable), garantiza la “independencia e inamovilidad” de sus miembros y remite a una ley orgánica la regulación de su “composición, organización y funciones”.
No hay duda de que el Tribunal de Cuentas puede fiscalizar el sector público autonómico (en ello insiste el artículo 153.d de la Constitución) y el sector público local, al tiempo que permite la coexistencia de órganos de control externo autonómicos, aunque sobre esto existieron algunas dudas al principio, resueltas hace tiempo por el Tribunal Constitucional[x].
El futuro ya está aquí
Los retos que subsisten son múltiples, sintetizados en términos de independencia, organización y desempeño de las instituciones de control externo (ICEX).
El primero, la dependencia del respectivo parlamento (Cortes Generales o parlamento autonómico), una cuestión que sigue abierta al debate, hasta el punto de que un sector doctrinal plantea abiertamente la necesidad de una modificación constitucional o estatutaria, según proceda, para eliminar tal “dependencia”, aunque esté asumido que esa relación es meramente electiva y formal, nunca orgánica ni funcional[xi]. En concreto, el tratamiento parlamentario de los informes de fiscalización sigue siendo un aspecto a impulsar, en aras de un control económico-financiero más útil y afinado[xii]. De igual modo, en el marco del refuerzo institucional de las ICEX sería preciso proteger su independencia técnica, incluyendo a miembros y empleados públicos a su servicio, frente a inadecuadas intromisiones, limitaciones, presiones, injerencias, consignas u otras actuaciones homólogas por parte de cualesquiera entidades, personas o grupos de interés. También es crucial que no se menoscaben -ya sea de manera directa o indirecta- la autonomía organizativa ni los recursos presupuestarios de las de las ICEX[xiii] y que, en la medida de lo posible, se pueda adecuar su política de personal a las exigencias de cualificación, flexibilidad, polivalencia y especificidad técnica requeridas en la auditoría pública.
En segundo lugar, con respecto al modelo territorial de control externo, no cabe discutir la supremacía del Tribunal de Cuentas, entendida en términos de coordinación y delimitación de competencias con los órganos de control externo autonómicos, como ya se hace en las comisiones de enlace constituidas al efecto[xiv]. Esta cuestión no llegó a estar en la agenda de la II República, por razones obvias, pero sí resulta esencial en el momento actual. Una excelente hoja de ruta la ofreció el Tribunal Constitucional hace ya muchos años en su sentencia 187/1988, cuando señaló que el Tribunal de Cuentas tiene a la actividad financiera del Estado y del sector público estatal como ámbito “principal y preferente”, de lo cual se puede inferir que ese podría ser el camino para iniciar una cierta reasignación de tareas que, por otra parte, ya se aplica de facto. Resulta mucho menos relevante que el mapa de órganos de control externo autonómicos permanezca incompleto (12 de 17), puesto que esta asimetría no es más que el reflejo de preferencias diferenciales en cada comunidad autónoma sobre sus propios órganos institucionales y auxiliares (como así ocurre, en otro ámbito, con el tamaño de los respectivos parlamentos). Junto a esa técnica de coordinación, no es menos importante la de cooperación entre órganos de control externo autonómicos (ergo, sin el TCU), formalizada desde 2015 en torno a la Asociación de Órganos de Control Externo Autonómicos (Asocex). De igual modo, las ICEX deben estar perfectamente engarzadas, entre otras organizaciones, con el Tribunal de Cuentas Europeo, la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), los órganos de control interno, el Ministerio (y las consejerías) de Hacienda, el Banco de España (y las entidades financieras), la Seguridad Social y las agencias tributarias. La norma que podría acoger todo lo anterior podría ser una legislación general de control externo y, cómo no, la lealtad institucional[xv].
En tercer lugar, como envolvente de todo lo anterior, la legitimación de ejercicio de las ICEX, sintetizada en informes de fiscalización técnicamente irreprochables, socialmente útiles y con la máxima calidad en cada momento[xvi]. Es la contrapartida y la mejor garantía frente al demandado refuerzo institucional de las ICEX que, además, han de extremar su ética, su buen gobierno y su transparencia ad intra y ad extra, transitando desde lo estrictamente legal a lo deseable. Mención especial merece la transformación digital de la auditoría pública, con nuevas técnicas de análisis, interacción electrónica a todos los niveles, gestión compartida y segura de bases de datos interoperables y, todo ello, sin perjuicio de las debidas garantías de confidencialidad cuando se maneje información protegida[xvii].
En suma, el aprendizaje del pasado, en particular, la experiencia de la II República, con sus luces y sombras, debe conducir al sistema de control externo a reforzar su músculo normativo, territorial y técnico. Los parlamentos autonómicos y las Cortes Generales tienen un papel ineludible y muy destacado en esta tarea, comenzada en 1978 y quizás necesitada de un cierto revulsivo cuando han transcurrido cuatro décadas de funcionamiento, sobre todo antes unos tiempos llenos de incertidumbres y desafíos en el sector público.
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En septiembre de 1932 fue aprobado el Estatuto de Autonomía de Cataluña, cuyo artículo 17 especificaba que el TCR “fiscalizará anualmente la gestión de la Generalidad en cuanto a la recaudación de impuestos que le sean atribuidos por delegación de la Hacienda de la República y la ejecución de servicios por encargo de ésta, siempre que se trate de servicios que tengan su consignación especial en los presupuestos del Estado”. El matiz es clave, ya que se avanzaba en la fiscalización del TCR sobre la gestión autónoma de la Generalitat, pero quedando circunscrita a los tributos cedidos y las competencias encomendadas por el Estado. Igualmente, es importante recordar que este punto estaba ausente en el proyecto remitido por la Generalitat y, sin embargo, fue introducido exprofeso durante la tramitación del Estatuto de Autonomía de Cataluña en las Cortes, retomando -y en parte corrigiendo- el debate cerrado un año antes sobre el exacto encaje del TCR en la Constitución[iii].
Otro hito se encuentra en el llamado Estatuto Interior de Cataluña, aprobado en mayo de 1933. Su artículo 81 remitía a una futura ley catalana de Administración y Contabilidad para regular, entre otros aspectos, el funcionamiento de un tribunal de cuentas propio e independiente del gobierno autónomo, así como establecer “las garantías, las normas y los procedimientos para asegurar la rendición de cuentas”. Lo cierto es que ese tribunal de cuentas de ámbito regional nunca se llegaría a constituir.
En junio de 1934 se aprueba por fin la ley especial para el TCR, prevista en la Constitución de 1931 y dos años después del Estatuto catalán. En su artículo 11 se desplegaban las competencias del TCR, incluida la de “fiscalizar anualmente la gestión de los organismos de las regiones autónomas, con arreglo a sus respectivos Estatutos” y la de “censurar, calificar y reparar las cuentas de los ayuntamientos en los casos que determine la ley municipal”. Por primera vez, una ley estatal conjugaba el control externo del sector público con el modelo de estado descentralizado que se estaba construyendo.
El actual periodo democrático
Aquel embrión de federalismo asimétrico durante la II República -aunque nunca se llamase así de manera expresa- dejó como herencia un esbozo del actual Estado autonómico, en particular, en materia de financiación[iv], pero también iba a ser el enlace histórico con un sistema de control externo, ahora sí, verdaderamente descentralizado.
En el periodo republicano el epítome territorial fue la autonomía catalana, sin olvidar el camino transitado por el Estatuto de Autonomía del País Vasco y el proyecto de Estatuto de Autonomía de Galicia, todos ellos interrumpidos por el golpe de Estado, la Guerra Civil y la larga dictadura. En todo caso, tuvieron notable influencia sobre los debates constituyentes de 1978 en materia territorial, a pesar de que -o justamente porque- habían transcurrido cuatro décadas de franquismo. La gran diferencia es que ahora se descartaba la autonomía para una o pocas regiones autónomas, quizás no tanto por convencimiento de las partes, como por la combinación del pragmatismo político del Gobierno de Suárez y de la Generalitat histórica que representaba Tarradellas. Se apostó así por el consabido “café para todos”, popularizado por el ministro para las Regiones[v], diseñando primero las preautonomías y luego las comunidades autónomas, con sus propias instituciones de autogobierno y administración, incluidos los respectivos órganos de control externo[vi].
En el ámbito internacional no se puede obviar la importancia de la Declaración de Lima, aprobada en octubre de 1977, en el marco del IX Congreso de la Organización Internacional de las Entidades Fiscalizadoras Superiores (Intosai) y considerada como la carta magna de la auditoría del sector público[vii]. Este documento gira en torno a la independencia de las instituciones fiscalizadoras y de sus miembros, para lo cual deben regularse y garantizarse en la Constitución[viii], aunque los aspectos concretos puedan ser regulados en las leyes.
En ese marco, la Constitución de 1978 trae al presente el planteamiento de su antecesora en la II República sobre el Tribunal de Cuentas y, a buen seguro espoleada por la referida Declaración de Lima[ix], va mucho más allá, al regular expresamente en el artículo 136 la condición de “supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica de Estado, así como del sector público”. Reconoce también “su propia jurisdicción” (contable), garantiza la “independencia e inamovilidad” de sus miembros y remite a una ley orgánica la regulación de su “composición, organización y funciones”.
No hay duda de que el Tribunal de Cuentas puede fiscalizar el sector público autonómico (en ello insiste el artículo 153.d de la Constitución) y el sector público local, al tiempo que permite la coexistencia de órganos de control externo autonómicos, aunque sobre esto existieron algunas dudas al principio, resueltas hace tiempo por el Tribunal Constitucional[x].
El futuro ya está aquí
Los retos que subsisten son múltiples, sintetizados en términos de independencia, organización y desempeño de las instituciones de control externo (ICEX).
El primero, la dependencia del respectivo parlamento (Cortes Generales o parlamento autonómico), una cuestión que sigue abierta al debate, hasta el punto de que un sector doctrinal plantea abiertamente la necesidad de una modificación constitucional o estatutaria, según proceda, para eliminar tal “dependencia”, aunque esté asumido que esa relación es meramente electiva y formal, nunca orgánica ni funcional[xi]. En concreto, el tratamiento parlamentario de los informes de fiscalización sigue siendo un aspecto a impulsar, en aras de un control económico-financiero más útil y afinado[xii]. De igual modo, en el marco del refuerzo institucional de las ICEX sería preciso proteger su independencia técnica, incluyendo a miembros y empleados públicos a su servicio, frente a inadecuadas intromisiones, limitaciones, presiones, injerencias, consignas u otras actuaciones homólogas por parte de cualesquiera entidades, personas o grupos de interés. También es crucial que no se menoscaben -ya sea de manera directa o indirecta- la autonomía organizativa ni los recursos presupuestarios de las de las ICEX[xiii] y que, en la medida de lo posible, se pueda adecuar su política de personal a las exigencias de cualificación, flexibilidad, polivalencia y especificidad técnica requeridas en la auditoría pública.
En segundo lugar, con respecto al modelo territorial de control externo, no cabe discutir la supremacía del Tribunal de Cuentas, entendida en términos de coordinación y delimitación de competencias con los órganos de control externo autonómicos, como ya se hace en las comisiones de enlace constituidas al efecto[xiv]. Esta cuestión no llegó a estar en la agenda de la II República, por razones obvias, pero sí resulta esencial en el momento actual. Una excelente hoja de ruta la ofreció el Tribunal Constitucional hace ya muchos años en su sentencia 187/1988, cuando señaló que el Tribunal de Cuentas tiene a la actividad financiera del Estado y del sector público estatal como ámbito “principal y preferente”, de lo cual se puede inferir que ese podría ser el camino para iniciar una cierta reasignación de tareas que, por otra parte, ya se aplica de facto. Resulta mucho menos relevante que el mapa de órganos de control externo autonómicos permanezca incompleto (12 de 17), puesto que esta asimetría no es más que el reflejo de preferencias diferenciales en cada comunidad autónoma sobre sus propios órganos institucionales y auxiliares (como así ocurre, en otro ámbito, con el tamaño de los respectivos parlamentos). Junto a esa técnica de coordinación, no es menos importante la de cooperación entre órganos de control externo autonómicos (ergo, sin el TCU), formalizada desde 2015 en torno a la Asociación de Órganos de Control Externo Autonómicos (Asocex). De igual modo, las ICEX deben estar perfectamente engarzadas, entre otras organizaciones, con el Tribunal de Cuentas Europeo, la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), los órganos de control interno, el Ministerio (y las consejerías) de Hacienda, el Banco de España (y las entidades financieras), la Seguridad Social y las agencias tributarias. La norma que podría acoger todo lo anterior podría ser una legislación general de control externo y, cómo no, la lealtad institucional[xv].
En tercer lugar, como envolvente de todo lo anterior, la legitimación de ejercicio de las ICEX, sintetizada en informes de fiscalización técnicamente irreprochables, socialmente útiles y con la máxima calidad en cada momento[xvi]. Es la contrapartida y la mejor garantía frente al demandado refuerzo institucional de las ICEX que, además, han de extremar su ética, su buen gobierno y su transparencia ad intra y ad extra, transitando desde lo estrictamente legal a lo deseable. Mención especial merece la transformación digital de la auditoría pública, con nuevas técnicas de análisis, interacción electrónica a todos los niveles, gestión compartida y segura de bases de datos interoperables y, todo ello, sin perjuicio de las debidas garantías de confidencialidad cuando se maneje información protegida[xvii].
En suma, el aprendizaje del pasado, en particular, la experiencia de la II República, con sus luces y sombras, debe conducir al sistema de control externo a reforzar su músculo normativo, territorial y técnico. Los parlamentos autonómicos y las Cortes Generales tienen un papel ineludible y muy destacado en esta tarea, comenzada en 1978 y quizás necesitada de un cierto revulsivo cuando han transcurrido cuatro décadas de funcionamiento, sobre todo antes unos tiempos llenos de incertidumbres y desafíos en el sector público.
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NOTAS
[i] También en el artículo 119, pero exclusivamente sobre la censura de las cajas de amortización.
[ii] De particular interés resulta el debate político sobre el alcance la fiscalización del Tribunal de Cuentas, (Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República Española, del 25 noviembre de 1931).
[iii] Abelló Güell, T. (2007): El debat estatutari del 1932, Barcelona, Parlament de Catalunya.
[iv] Monasterio Escudero, C. (2016): “Bajo el síndrome de la mujer de Lot: un ensayo sobre la descentralización en España”, Mediterráneo Económico, 30, pp. 23-39.
[v] Clavero Arévalo, M. (1983): España, desde el centralismo a las autonomías, Barcelona, Planeta.
[vi] El primero, la Cámara de Comptos de Navarra, se restableció formalmente el 28 de enero de 1980.
[vii] De hecho, es la primera de las normas internacionales de auditoría del sector público (ISSAI 1).
[viii] En este sentido, como en otros, la Constitución de la II República fue innovadora, reconociendo el TCR, como antes solo lo había hecho de manera homóloga la Constitución de 1812 (artículo 350), creando una contaduría mayor de cuentas.
[ix] Muñoz Álvarez, R. (2003): “Constitución y Tribunal de Cuentas: anecdotario”, Revista Española de Control Externo, 5 (15), pp. 101-111.
[x] González Rivas (2018), J. J.: “Jurisprudencia constitucional en relación con el Tribunal de Cuentas”, Revista Española de Control Externo, número especial, pp. 35-44.
[xi] Biglino Campos, P. (2016): “El control de cuentas: un contenido necesario de la reforma constitucional”, en Freixes Sanjuan, T.; Gavara de Cara, J. C. (coords.): Repensar la constitución. Ideas para una reforma de la constitución de 1978: reforma y comunicación dialógica. Parte primera, Madrid, BOE, pp. 151-172.
[xii] Durán Alba, J. F. (2008): “Vae Victis! La tramitación parlamentaria de los informes de los órganos de control externo de las cuentas públicas”, Corts / Anuario de Derecho Parlamentario, 20, pp. 67-89.
[xiii] Por supuesto, descartando propuestas extremas de supresión, por un supuesto ahorro, como planteó en 2013 el Informe CORA (Ordoki Urdazi, L., 2014: “Requiem por la Sindicatura de Cuentas de Castilla-La Mancha”, Auditoría Pública, 64, pp. 35-40).
[xiv] Actualmente, de presidentes y presidentas, sobre el sector público autonómico, sobre el sector público local y sobre la administración electrónica.
[xv] Fernández Llera, R. (2015): “Reflexiones federalistas para un nuevo modelo de control externo”, Auditoría Pública, 65, pp. 59-70.
[xvi] Fernández Llera, R. (2017): “Fines y confines de la fiscalización en el sector público”, Auditoría Pública, 70, pp. 17-26.
[xvii] Benítez Palma, E. (2020): “La transformación digital del control externo del gasto público”, Auditoría Pública, 76, pp. 19-30.
[ii] De particular interés resulta el debate político sobre el alcance la fiscalización del Tribunal de Cuentas, (Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de la República Española, del 25 noviembre de 1931).
[iii] Abelló Güell, T. (2007): El debat estatutari del 1932, Barcelona, Parlament de Catalunya.
[iv] Monasterio Escudero, C. (2016): “Bajo el síndrome de la mujer de Lot: un ensayo sobre la descentralización en España”, Mediterráneo Económico, 30, pp. 23-39.
[v] Clavero Arévalo, M. (1983): España, desde el centralismo a las autonomías, Barcelona, Planeta.
[vi] El primero, la Cámara de Comptos de Navarra, se restableció formalmente el 28 de enero de 1980.
[vii] De hecho, es la primera de las normas internacionales de auditoría del sector público (ISSAI 1).
[viii] En este sentido, como en otros, la Constitución de la II República fue innovadora, reconociendo el TCR, como antes solo lo había hecho de manera homóloga la Constitución de 1812 (artículo 350), creando una contaduría mayor de cuentas.
[ix] Muñoz Álvarez, R. (2003): “Constitución y Tribunal de Cuentas: anecdotario”, Revista Española de Control Externo, 5 (15), pp. 101-111.
[x] González Rivas (2018), J. J.: “Jurisprudencia constitucional en relación con el Tribunal de Cuentas”, Revista Española de Control Externo, número especial, pp. 35-44.
[xi] Biglino Campos, P. (2016): “El control de cuentas: un contenido necesario de la reforma constitucional”, en Freixes Sanjuan, T.; Gavara de Cara, J. C. (coords.): Repensar la constitución. Ideas para una reforma de la constitución de 1978: reforma y comunicación dialógica. Parte primera, Madrid, BOE, pp. 151-172.
[xii] Durán Alba, J. F. (2008): “Vae Victis! La tramitación parlamentaria de los informes de los órganos de control externo de las cuentas públicas”, Corts / Anuario de Derecho Parlamentario, 20, pp. 67-89.
[xiii] Por supuesto, descartando propuestas extremas de supresión, por un supuesto ahorro, como planteó en 2013 el Informe CORA (Ordoki Urdazi, L., 2014: “Requiem por la Sindicatura de Cuentas de Castilla-La Mancha”, Auditoría Pública, 64, pp. 35-40).
[xiv] Actualmente, de presidentes y presidentas, sobre el sector público autonómico, sobre el sector público local y sobre la administración electrónica.
[xv] Fernández Llera, R. (2015): “Reflexiones federalistas para un nuevo modelo de control externo”, Auditoría Pública, 65, pp. 59-70.
[xvi] Fernández Llera, R. (2017): “Fines y confines de la fiscalización en el sector público”, Auditoría Pública, 70, pp. 17-26.
[xvii] Benítez Palma, E. (2020): “La transformación digital del control externo del gasto público”, Auditoría Pública, 76, pp. 19-30.
Publicado en el blog de la Fundación Manuel Giménez Abad el 22 de diciembre de 2020.