jueves, 11 de febrero de 2021

La recuperación general precisa de solidaridad territorial

 


En 2020 el mundo se paró y en 2021 es necesario reactivarlo. Terminar con la pandemia es una obligación y estimular la economía constituye un deber. La peor política sería “dejar hacer, dejar pasar”, puesto que no son dos tormentas que escampen solas, sino que ambas salidas son claramente endógenas. Mirar para otro lado no puede ser una opción; nos llevaría a una situación aún más dramática y a una crisis aún más profunda.

Dejando las cuestiones sanitarias a las personas expertas, intentaremos arrojar un poco de luz sobre la reactivación económica y las desigualdades entre territorios. Repasemos.

En primer lugar, la pandemia de covid-19 debe comenzar a remitir (esperemos) por efecto de las medidas de vacunación y restricción a la movilidad.

También encaramos la última década para el logro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas, a los que nadie es ajeno, ya sea privado, público, mixto, supranacional, estatal, autonómico o local. Nadie.

En tercer lugar, recordemos que acaba de empezar el nuevo periodo presupuestario plurianual en la Unión Europea, 2021-2027, con el mayor volumen de fondos de la historia y con renovados desafíos e instrumentos. Relacionado con esto, se han aprobado los Presupuestos Generales del Estado, algo tan poco noticiable como un día de lluvia en Asturias, de no haber sido por la larga sequía presupuestaria previa.

Además, anotemos que en 2020 finalizó el periodo “transitorio” de la ley de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, como estaba previsto desde la reforma constitucional de 2011 y como la pandemia certificó.

La recesión económica es de magnitud desconocida y novedosa, ya que se asimila a un coma autoinducido. España, una vez más, acrecienta la amplitud de su ciclo, igual que cuando en fase alcista suele ir también muy rápido. Un problema subyacente de modelo productivo y económico que no podemos obviar.

Todo lo expuesto nos lleva a priorizar un mensaje: no se deben escatimar esfuerzos para salir cuanto antes del pozo, sin que ello signifique construir otros agujeros negros, particularmente, de deuda pública. Aquí es donde el Banco Central Europeo (que parece haber aprendido de la anterior crisis) y los fondos europeos cobran todo su sentido. España va a recibir 140.000 millones de euros para la reconstrucción, todos ellos vinculados a reformas estructurales, a inversiones finalistas y a un estrecho control de eficacia, eficiencia y legalidad.

Los recursos de la política de cohesión han sido siempre una de las claves de bóveda del proyecto de la Unión Europea, con España como uno de los principales Estados miembros beneficiarios. Y así seguirá siendo desde 2021, con numerosos matices. La contribución de esta política al crecimiento del PIB y del empleo ha sido indudable, especialmente en las comunidades autónomas menos desarrolladas. Sin embargo, las disparidades económicas entre territorios, lejos de haberse mitigado, se han consolidado. Dicho de otro modo: hubo eficacia en el crecimiento, pero no en la reducción de desigualdades. Por ello, la reflexión sobre las políticas públicas a aplicar debe ser profunda, más aún cuando tenemos delante unos ingentes recursos que, de otro modo, se podrían dilapidar. Seguir por un camino idéntico solo puede conducir a resultados similares. Creceríamos, sí, pero no al mismo ritmo, ni todos. Y eso casa mal con la solidaridad, la cohesión y el desarrollo futuro.

Por otra parte, el análisis de la realidad nos muestra que la persistencia de la desigualdad en la distribución personal de la renta obstaculiza o ralentiza la convergencia regional (la mayor importancia que se le concede al pilar social en la política de cohesión europea para 2021-2027, apunta, por fin, en esta línea). No en vano, el Tratado de la Unión Europea proclama el fomento de la cohesión económica, social y territorial y la solidaridad entre los Estados miembros. Y la Constitución española reconoce y garantiza el derecho a la autonomía junto a la solidaridad entre regiones y nacionalidades.

España afronta un apasionante escenario, con las prioridades de transformación digital, transición ecológica e inclusión social, todas ellas potenciales fuentes de crecimiento, aunque también de desigualdad, si las cosas no se hacen bien. Nuestro complejo modelo territorial puede ser la mejor oportunidad para aprovechar las bondades fundacionales del federalismo, vestidas ahora con el ropaje de la “cogobernanza”.

Para ello, es preciso que los Fondos de Compensación Interterritorial (FCI) recuperen el vigor perdido durante décadas y cumplan su función constitucional de instrumento interno de solidaridad y desarrollo regional. No se deben confundir estos objetivos estructurales con los inmediatos del Fondo Covid-19, dotado en 2020 con una cantidad que equivale a 37 veces el importe del FCI.

Asimismo, tienen que abordarse ya la revisión de la financiación autonómica (toda ella, no solo el sistema como tal) y la reforma del sector público local, incluyendo la digestión de los mecanismos “adicionales” de financiación, nacidos como “extraordinarios”, pero que no deberían seguir supliendo los recursos ordinarios ni las operaciones de crédito concertadas en el mercado, casi como una anestesia permanente. Y a modo de envolvente, una reforma fiscal integral que no viene nunca, como el porvenir de Ángel González.

Tampoco puede obviarse que las grandes competencias sociales y ambientales son autonómicas, de forma exclusiva o compartida. Dar voz, voto y acción a comunidades autónomas y entidades locales en la gestión de los fondos europeos no es una opción, ni una concesión graciosa, sino una necesidad y una obligación constitucional. La flamante Conferencia Sectorial del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia es el marco adecuado, sin menoscabo de las competencias del Consejo de Política Fiscal y Financiera, del resto de conferencias sectoriales, de la Comisión Nacional de la Administración Local y, por supuesto, de la Conferencia de Presidentes.

En suma, la solidaridad interterritorial debe ir de la mano de la eficacia y la eficiencia, huyendo del tradicional y -en ocasiones- pasivo “territorialismo” en el reparto de fondos, sin que esto signifique obviar las desiguales condiciones de partida, así como la capacidad real de captación y absorción de proyectos y recursos. La cooperación es clave.

Publicado en el blog De fueros y huevos (Rifde-Expansión) con Encarnación Murillo García el 11 de febrero de 2021


miércoles, 10 de febrero de 2021

La futilidad de la influencia


El título puede sonar a manual de filosofía. Nada más lejos. Enfrío la expectativa desde este momento.

Acudo al Diccionario de la lengua española para buscar el verbo influir, cuya segunda acepción conduce al significado de “ejercer predominio o fuerza moral”. Ergo, una persona influyente debe ser una mujer o un hombre que tiene y ejerce poder, superioridad, influjo o fuerza sobre alguien o algo. O quizás, en otro sentido, sea una referencia de buena conducta que ilumina y conduce nuestra vida individual y, sobre todo, colectiva. Finalmente, como en esos pasatiempos infantiles, uno todos los puntos de mi reflexión, pero me doy cuenta enseguida de que el último eslabón no existe, dejando un perturbador vacío que no consiguen llenar quienes abusan y se apropian de una definición que no es suya.

A estas alturas, no vamos a hablar de las ventajas de internet y las redes sociales. Son tan obvias que da pereza recordarlas. Si me apetece escuchar una canción olvidada en vinilos que fueron a la basura, lo hago sin más en unos segundos. O sigo la ruta hasta ese chigre de pueblo en el mapa digital. O tramito una licencia municipal desde la toalla en la playa. O termino una investigación académica con documentos de una biblioteca situada al otro lado del mundo, cuando hasta ahora eran inaccesibles. Habría ejemplos de todo tipo.

Lo que ocurre es que, como un coche de alta gama, podemos conducirlo cumpliendo los límites de velocidad, o podemos convertirnos en un riesgo para la sociedad. Libertad, claro, pero sujeta a límites (como cuando hablamos de salud y coronavirus). Y una frontera muy evidente es la que hace linde con los valores morales (no uso la palabra decencia para no parecer aún más antiguo).

Cuando escucho decir a uno de estos personajes que “España les roba”, no puedo sentir más que desprecio. Se aprovechan de sus canales con millones de visitas para defender la elusión y hasta la evasión fiscal, elevando la insolidaridad a categoría de cosa respetable. Olvidan que gracias a los impuestos se pagan universidades (a las que no van, eso es cierto) o aeropuertos (que sí usan para sus viajes de lujo). Ahí es cuando debemos poner el pie en el freno, por seguir con el símil automovilístico.

Se enorgullecen de no haber terminado sus estudios básicos o de no haber leído un libro en su vida (ignorancia). Presumen del puro placer sin responsabilidad (hedonismo). Supuran resentimiento hacia un sistema del que forman parte (hipocresía). Defienden soluciones radicales -incluso autoritarias- a problemas sociales muy complejos (osadía). Emiten soflamas populistas en contra de una democracia que, justamente, les permite hacer lo que hacen (desfachatez). Cargan contra todo lo que dure más de dos minutos (impaciencia de bebés). Y todo ello exhibido con luces y colores (impudicia).

Alguien podría achacarme que en el párrafo anterior estoy retratando el perfil de un adolescente de cualquier momento. Podría ser (y seguro que ni yo mismo me libraría). Pero la diferencia estriba en que en este primer tercio del siglo XXI estamos ante personas que ya han superado el umbral de la edad del pavo, algunas convertidas en millonarios sobrevenidos y, desde luego, con unos altavoces que -merecidos o no- producen resonancias muy peligrosas. El apoyo virtual les da alas para seguir perpetrando ciertas conductas que en otro tiempo nos parecían vergonzantes y ahora las hacen pasar por causas justas y reivindicativas (en otro orden, valga el botellón como muestra).

En su propio descargo, esas personas -mujeres y hombres por igual- suelen alegar que no tienen pelos en la lengua. Hago el esfuerzo mental de ponerme en la piel de su abogado defensor y asumo que esto puede ser cierto, lo que tampoco equivale a asumir que sea algo bueno (“por decir lo que pienso, sin pensar lo que digo, más de un beso me dieron y más de un bofetón”, canta Sabina). Lo que no me creo en absoluto es la supuesta improvisación. Estoy casi convencido de que siempre hay un guion detrás, más o menos explícito, pero con un patrón evidente. Nos engañan, como en los programas televisivos de salvación, presentados como pura espontaneidad, pero donde todos los colaboradores llevan pinganillo en la oreja.

Se puede influir con criterio y sensatez. ¿Arbitrismo por mi parte? ¿Utopía? En absoluto. Sin ir más lejos, hay magníficos blogs y canales de divulgación científica, cultural o turística, con gente detrás que -pásmense- tiene en su haber licenciaturas, doctorados, miles de lecturas a sus espaldas, empresas solventes, patentes industriales, iniciativas sociales o, por sintetizar, algo valioso, útil o gracioso que contar, no el último modelito de ropa o la penúltima necedad discurrida mientras peinan bombillas. Algunas instituciones y empresas también apuestan por esta necesaria transferencia del conocimiento para despertar conciencias e impulsar proyectos.

“¿En qué momento se había jodido el Perú?”, se preguntaba Vargas Llosa. “En el fondo, fuimos mejores por carta”, parece contestarle Bryce Echenique
 

Publicado en La Voz de Asturias el 10 de febrero de 2021