La participación ciudadana en los asuntos públicos es un derecho fundamental recogido en la Constitución. Una participación que se puede instrumentar de forma directa o por medio de representantes elegidos por sufragio universal. La primera obviedad es que ambas modalidades –directa y representativa- son igualmente válidas e igualmente legitimadoras de los resultados. No se debe despreciar ninguna, máxime cuando la ‘masa electoral’ en España es tan enorme y, por una pura razón práctica, sería imposible someter a decisión directa de la ciudadanía todas y cada una de las medidas cotidianas.
La segunda obviedad es que la participación en la vida política, económica, cultural y social debe poder ejercerse con garantías, es decir, con mecanismos adecuados y suficientes, proporcionados a la ciudadanía por los poderes públicos, para poder expresarse en libertad y con eficacia. Esto incluye cuestiones tan elementales como una adecuada infraestructura electoral o una suficiente, transparente y controlada financiación a los partidos políticos.
Una tercera obviedad nos alerta de que la participación ciudadana, además de un derecho, tendría que ser una obligación. No en el sentido coactivo del término (a nadie se va a forzar a votar en unas elecciones o a estar afiliado a una fuerza política), pero sí en el sentido, digamos, moral, en tanto que presupone una conciencia cívica, frente a quienes por el contrario optan por la inacción, la desidia o la crítica facilona sin argumentos.
En el ámbito municipal, por cercanía y tamaño, existen espacios muy adecuados para que la participación ciudadana directa se manifieste en toda su grandeza, más allá de las elecciones ordinarias. Cabe recordar que la propia legislación local básica obliga a promover este tipo de mecanismos. Un ejemplo sería el proceso de elaboración de los presupuestos, si bien partiendo de condicionantes tan básicos como la sensatez de las propuestas, el cumplimiento de los objetivos de estabilidad presupuestaria y demás elementos de legalidad, así como el respeto a las competencias de las instituciones representativas (alcaldías, gobiernos y plenos municipales).
Decía Platón que “uno de los castigos por rehusar a participar en política es que terminarás siendo gobernado por personas inferiores a ti”.
La segunda obviedad es que la participación en la vida política, económica, cultural y social debe poder ejercerse con garantías, es decir, con mecanismos adecuados y suficientes, proporcionados a la ciudadanía por los poderes públicos, para poder expresarse en libertad y con eficacia. Esto incluye cuestiones tan elementales como una adecuada infraestructura electoral o una suficiente, transparente y controlada financiación a los partidos políticos.
Una tercera obviedad nos alerta de que la participación ciudadana, además de un derecho, tendría que ser una obligación. No en el sentido coactivo del término (a nadie se va a forzar a votar en unas elecciones o a estar afiliado a una fuerza política), pero sí en el sentido, digamos, moral, en tanto que presupone una conciencia cívica, frente a quienes por el contrario optan por la inacción, la desidia o la crítica facilona sin argumentos.
En el ámbito municipal, por cercanía y tamaño, existen espacios muy adecuados para que la participación ciudadana directa se manifieste en toda su grandeza, más allá de las elecciones ordinarias. Cabe recordar que la propia legislación local básica obliga a promover este tipo de mecanismos. Un ejemplo sería el proceso de elaboración de los presupuestos, si bien partiendo de condicionantes tan básicos como la sensatez de las propuestas, el cumplimiento de los objetivos de estabilidad presupuestaria y demás elementos de legalidad, así como el respeto a las competencias de las instituciones representativas (alcaldías, gobiernos y plenos municipales).
Decía Platón que “uno de los castigos por rehusar a participar en política es que terminarás siendo gobernado por personas inferiores a ti”.
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