Desde el futuro se perciben las cosas de otra manera. También las de Avilés.
La verdad es que no sé desde qué año estoy escribiendo. Ni siquiera importa. Ya no hay calendarios, aunque sí viajes en el tiempo, muy caros, pero subvencionados para las rentas altas, como casi siempre. Hasta funciona una concejalía del ramo.
En este futuro ya no dibujamos fronteras, ni discutimos por lindes. Recuerdo cuando nos peleábamos con banderas por no tocar un milímetro del concejo vecino, retrasando decisiones estratégicas hasta el infinito. Me sonrío ahora al evocar aquellos tiempos en que una necesaria ronda degeneraba en una espiral inacabable de proyectos, mociones y presupuestos. En aquella época nadie con mando en plaza quiso resucitar el antiguo alfoz de Gauzón, pero tampoco nadie impulsó una moderna comarca que era real en todo, salvo en lo administrativo. Al menos, Niemeyer y Avilés habían unido sus destinos felizmente para siempre, con algunos altibajos, pero ¿qué matrimonio no los tiene?
Por aquel entonces, parecía que los problemas se arreglaban echando la culpa a un político o a una política (y no estoy desdoblando el género). Al final dimitieron todos y todas (aquí sí desdoblo), tal y como se les pedía desde algunos foros. Pero detrás no hubo nada, ni nadie. Quienes antes gritaban, callaron. Y entonces se hizo el silencio. Daba miedo.
El maestro Sabina nos reñía por añorar lo que nunca, jamás, sucedió. Y, en efecto, aquellos comienzos del siglo XXI todavía eran propicios para algunos grupos veneradores de las catedrales caídas. La nostalgia es un animal manso e inofensivo, pero si se alimenta demasiado, puede mutar con rapidez en otra especie peligrosa que nos impide avanzar. Anoto que don Joaquín sigue vivito y coleando, pero también volvió a fumar, aunque lejos de las terrazas, donde felizmente sigue prohibido el vicio.
En esos años nos tuvimos que enfrentar al florecimiento de los populismos, los independentismos, los localismos, los aldeanismos y hasta los personalismos. Versiones estilizadas del egoísmo y resquicios de pasadas glorias imperiales. Por aquel entonces llegué a encontrarme renegados que defendían su derecho a usar el coche durante menos de un kilómetro para no coartar su libertad de seguir contaminando el planeta. Por fortuna, en los juegos olímpicos se pasó del oro al agua, de la plata al verde y del bronce al aire fresco. Lo precioso lo teníamos delante sin darnos cuenta.
En 1933 José María Malgor había regresado a su Avilés. Lo hacía en plena Segunda República (ya vamos por la Cuarta) para revivir “horas estúpidas y emocionales” de su vida, con “los mismos personajes y en los mismos lugares”, casi como reza la conocida ranchera de Juan Gabriel. El padre de Xilimbra tenía razón: para esperar resultados diferentes no se puede hacer siempre lo mismo, como recomienda el manual del buen burócrata.
No todo estuvo mal. Tras la pandemia de las mascarillas, sí supimos invertir bien el dinero de nuestros hermanos europeos para reconstruirnos y hacernos más resilientes. Tanto, que la ciencia pegó un salto de gigante. Hoy Avilés y Asturias son la referencia mundial de la investigación aplicada y fabricamos casi de todo, y muy bien. Aquellos que lo habían esbozado terminaron arrojados a la ría por infieles y visionarios. Pero tenían razón los primeros: solo había que creer que otro mundo era posible. Y lo fue.
Estamos en el futuro y dicen las crónicas que ayer mismo fue visto aquel Jack extranjero tomando una sidra en el Carbayedo.
Publicado en El Bollo, 2022
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