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Ante los inminentes cambios en algunos impuestos estatales (el concepto de reforma tributaria sería demasiado generoso), el contribuyente medio se hace algunas preguntas lógicas. En primer lugar, se cuestiona si cuando la nueva ley entre en vigor va a pagar más o menos que ahora. Y cuánto más o menos, ya que hablar de rebajas o subidas insignificantes es tan inútil como discutir sobre el agua tibia.
En segundo lugar, ese contribuyente pensará en la complicación burocrática que le pueden suponer las nuevas normas fiscales, incrementando su tiempo y su dinero dedicados a cumplir con el fisco (lo que técnicamente llamamos presión fiscal indirecta).
En tercer lugar, el contribuyente medio querrá saber si sus impuestos irán a las arcas del ayuntamiento, de la comunidad autónoma o del Estado. O, para ser más precisos, qué parte irá a cada nivel de gobierno. Sobre esto último, por estar donde estamos, merece la pena extenderse un poco más.
El amplio grado de descentralización del gasto público y de los tributos no es un hecho cuestionable, por lo que debe ser uno de los condicionantes de cualquier reforma fiscal. Obviar esto será fuente de ineficiencias, inequidades y, por ende, también de conflictos que se terminan enquistando. Parafraseando a Ortega y Gasset, en España nos sentimos federales, pero no nos sabemos federales. Por ejemplo, una reforma del IRPF no puede –ni debe- hacerse sin el concurso de las comunidades autónomas, puesto que la mitad de este tributo depende en buena medida de estas administraciones.
Una buena reforma tributaria debe contribuir a la recuperación económica y del empleo, frenar la inestabilidad normativa e interpretativa, promover la eficiencia y la transparencia, garantizar el sacrosanto principio de seguridad jurídica, fomentar la equidad vertical y horizontal y, todo ello, vigorizando los ingresos públicos estructurales, alejando tentaciones de debilitamiento excesivo (como se hizo antes de la crisis) o de espectaculares subidas (como se hizo después). Nada fácil, es evidente. Lo bueno es que existe un consenso político casi unánime sobre la necesidad de una reforma fiscal integral. Lo malo es que, por desgracia, es escaso el acuerdo básico sobre la orientación concreta a desplegar. Se hace ineludible un pacto sobre el peso relativo de cada uno de los principios enunciados, dado que las opciones son todas muy respetables, pero imposibles de culminar al mismo tiempo.
No es posible abstraerse de algunas demandas de mayor autonomía –por no comentar otros procesos políticos de mayor calado- provenientes de algunas comunidades autónomas. Ni tampoco se puede dinamitar un sistema fiscal que, mal que bien, tiene un importante componente redistributivo entre personas y, por derivación, también entre territorios. Igualmente, no resulta nada reconfortante la altísima conflictividad institucional, Tribunal Constitucional mediante, en materia de imposición propia de las comunidades autónomas (lo cual no debería frenar una mínima y deseable racionalización en este campo).
La reforma tributaria, cuando llegue (porque aquí no está todavía), tendría que ser paralela –o muy cercana- a la revisión de la financiación autonómica y de la financiación local. ¿Cómo si no se van a integrar los impuestos ambientales que gestionan el Estado, las comunidades autónomas y los ayuntamientos? ¿Cómo se regularán los tipos de gravamen de herencias y donaciones para frenar esa alocada “carrera hacia el fondo”? ¿Se seguirá gravando el patrimonio intermitentemente? ¿Se clarificarán por fin los impuestos a depósitos bancarios?
Si la fiscalidad de la Transición, válida en aquel momento y discutible ahora, se reforma con decisión, el nuevo sistema tributario español deberá marcar en su frontispicio el elemento territorial (y también la impronta europea, claro está). Han pasado muchas cosas desde 1978 como para seguir obviándolas. Ni este es ya un Estado centralizado, ni esa opción –legítima, por otra parte- se puede imponer por la fuerza, ni por vías indirectas. Tampoco cabe algo tan insolidario como “lo tuyo ha de ser mío y lo mío tuyo no”, una canción con la que algunos grupos parecen identificarse bastante.
Ya no son defendibles a estas alturas los agravios comparativos, ni los paraísos fiscales interiores, ni los ayuntamientos que juegan con ventaja en la partida fiscal, por el hecho de alojar en su territorio una gran empresa o una urbanización de lujo. La receta no es tan complicada y se llama armonización tributaria interna, trufada con una mayor lealtad institucional, coordinando las actuaciones fiscales en los órganos multilaterales habilitados al efecto: Conferencia de Presidentes, Consejo de Política Fiscal y Financiera y Comisión Nacional de Administración Local (del Senado, de momento, no hablamos).
Planteamientos como los basados en las balanzas fiscales, las mal llamadas deudas históricas o el unilateralismo en las negociaciones, deben ser separados del debate público sobre una reforma tributaria, así como de la financiación autonómica y local, toda vez que sólo introducen distorsiones y oscurecen el panorama.
Publicado en el blog de ABC-AECR La riqueza de las regiones el 5 de noviembre de 2014.
Publicado en El Comercio el 17 de enero de 2015.
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