Como señala la Directiva 2011/85/UE, “unas previsiones macroeconómicas y presupuestarias sesgadas y poco realistas pueden obstaculizar considerablemente la efectividad de la planificación presupuestaria y, en consecuencia, pueden debilitar el compromiso con la disciplina presupuestaria”.
Cierto es que los economistas no somos adivinos y, como mucho, podemos ser predictores del pasado y analistas de la incertidumbre. Pero ello no nos autoriza para incurrir en errores clamorosos como los que han orientado las previsiones de crecimiento económico desde el comienzo la crisis. Si en el Programa de Estabilidad de España aprobado en abril de 2011 la previsión de crecimiento real del PIB para 2014 era del 2,6%, un año después se había reducido hasta el 1,4%, en abril de 2013 hasta el 0,5% y, por último, en abril de 2014 se vuelve a elevar hasta el 1,2%. ¿Será esta la buena? Para completar el ejemplo, digamos que en abril de 2011 se preveía para 2014 una deuda pública equivalente al 69% del PIB, cuando la realidad nos llevará al 100%. Con esa enorme variabilidad es muy difícil formular una senda creíble de consolidación fiscal.
Hace poco, el Tribunal Constitucional resolvió un recurso contra la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2009 (STC 206/2013). En lo referido a la supuesta arbitrariedad e irracionalidad de las previsiones macroeconómicas dice la sentencia que no es labor del Tribunal Constitucional examinar si “fueron técnicamente correctas, o políticamente pertinentes, sino únicamente si la norma que se impugna es irracional”. Añade que la normativa de estabilidad presupuestaria –la vigente entonces- no formaba parte del bloque de la constitucionalidad y, en consecuencia, no correspondía al Tribunal Constitucional enjuiciar si la Ley de Presupuestos Generales del Estado se adecua a lo allí establecido. Aunque esto último ha podido cambiar con la actual Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera (LOEPSF), seamos prácticos: ¿sirve de algo un fallo que se emite cinco o seis años después de la aprobación de un presupuesto?
El mecanismo de tutela ha de buscarse por otra vía. Los órganos de control externo (OCEX) están llamados a jugar ese papel fundamental en la supervisión de las previsiones económicas, con los criterios de rigor e independencia técnica que les son propios. Sin embargo, el legislador los ha olvidado –o, peor aún, obviado- en la LOEPSF. La última prueba es la creación de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIRF), por cierto, al mismo tiempo que se está llevando a cabo una amplia racionalización –léase reducción- del Sector Público instrumental. ¿Será este otro ejemplo de lo que algunos habíamos llamado “mitosis institucional”? Entre las funciones principales de esta nueva entidad está la de emitir un informe sobre las previsiones macroeconómicas que sustentarán la elaboración de los presupuestos públicos. ¿Podrá hacerlo con la solvencia técnica exigida?
La AIRF va a tener acceso casi ilimitado a la información económico-financiera relativa a las distintas Administraciones Públicas. Este deber de colaboración se asimila al contenido en la legislación del Tribunal de Cuentas y de los OCEX autonómicos. Sin embargo, la configuración legal de la AIRF, su prioridad “política” y su adscripción organizativa y presupuestaria al Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas, hace pensar que en la práctica la AIRF pueda disponer de datos de mayor calidad que los órganos fiscalizadores. Es verdad que si las bases de datos fuesen únicas y de gestión mancomunada, este problema desaparecería, pero la realidad está muy lejos de esta meta. ¿Por qué entonces se creó este nuevo organismo, en lugar de reforzar los existentes y, en particular, los OCEX?
Es plausible que se pueda producir un choque de legitimidades entre la AIRF y los OCEX. Una legitimidad de origen, ya que la persona que ostenta la presidencia de la AIRF es nombrada por el Consejo de Ministros, mientras que los miembros de los OCEX son elegidos por una mayoría parlamentaria cualificada. En cuanto a la legitimidad de ejercicio, es preciso alertar del posible exceso de la AIRF en sus cometidos, más allá de lo que refleja estrictamente su ley de creación, en cuyo caso podría colisionar con los OCEX y hasta con la iniciativa política de gobiernos y parlamentos. El tiempo lo dirá.
Por otra parte, aun dando por buena la cualificación técnica de las personas que ocupen la presidencia y el equipo directivo de la AIRF, incluso asumiendo su independencia funcional, persisten dudas razonables sobre la “objetividad de criterio” que proclama la ley de creación. A nadie se le escapa que estas instituciones nacen por una clara orientación de la política económica, espoleada desde organismos internacionales –FMI y OCDE- y “recomendada” (sic) a España a cambio del acceso al programa de rescate financiero.
Algunas de las funciones concretas atribuidas a la AIRF las podrían ejercer con normalidad los OCEX, como ya ocurre en otros países. Una de las principales sería la elaboración de un dictamen preceptivo sobre el anteproyecto de presupuestos, lo que en el caso español serviría para desplegar la marginal función consultiva de los OCEX autonómicos y del Tribunal de Cuentas. Ese pronunciamiento nunca sería vinculante, habría de ser evacuado con agilidad y quedaría limitado a la verificación de aspectos de legalidad y regularidad contable, sin entrar en cuestiones de oportunidad política sobre ingresos y gastos públicos.
En definitiva, sin previsiones fiables sobre la evolución de las principales variables macroeconómicas resulta imposible definir objetivos presupuestarios. De igual modo, cualquier mecanismo de sanciones queda viciado desde su inicio porque se sustentaría sobre “pies de barro”. Ahora que ya es tarde para discutir sobre la conveniencia de la AIRF, al menos se debe exigir que su actuación quede incardinada con la de los OCEX, de manera leal y complementaria, pero no invasiva ni sustitutiva.
Publicado en Cinco Días el 16 de mayo de 2014
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