El pasado 11 de septiembre me encontraba en Madrid, en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, participando en un seminario sobre el impacto de las normativas anticrisis en los estados descentralizados de la Unión Europea. Al entrar a este evento académico, con mi ponencia bastante cerrada (nunca lo debe estar del todo cuando se habla de temas de actualidad), pensé por un momento en la importancia de la fecha, la que sonora y periodísticamente ya conocemos como 11-S.
Pues bien, el 11-S de 1973, 40 años atrás, Pinochet encabezaba un golpe de estado contra el presidente legítimo de Chile, Salvador Allende, dando paso a un periodo de dictadura cruel, basada en torturas, represión, asesinatos y en una política económica al dictado de los ‘Chicago boys’.
El 11-S también nos devuelve la imagen de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas en 2001, en lo que muchos analistas coinciden que sirvió para inaugurar a las bravas el siglo XXI.
Otro 11 de septiembre se celebra en España, la Diada de Cataluña, una fiesta en la que tradicionalmente se han venido planteando demandas de mayor autogobierno para esta comunidad autónoma, pero que por segundo año consecutivo se concibe como una reivindicación independentista de gran magnitud.
Cito estas tres efemérides porque todas ellas tuvieron –y siguen teniendo- evidentes implicaciones constitucionales y, por tanto, sobre los fundamentos jurídicos más elementales. El golpe de estado en Chile desembocó en la Constitución de 1980, la cual aún sigue vigente (aunque con numerosas modificaciones parciales) y su reforma integral es hoy es uno de los principales temas de debate en la campaña de las elecciones presidenciales de 2013. El 11-S en Estados Unidos quizás no haya modificado explícitamente ninguna constitución, pero sí ha influido –y de qué manera- en el ejercicio de derechos fundamentales a lo largo y ancho de todo el mundo. Y qué decir de la Diada en Cataluña, con todas sus manifestaciones, cadenas humanas y declaraciones institucionales, cuyo denominador común será en un futuro indeterminado –quiérase o no- el de haber contribuido a una reforma constitucional en España, sin que a día de hoy se pueda siquiera aventurar su verdadero sentido final.
Como es sabido, las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del derecho. Pero parece obvio que hay algunas otras ‘fuentes’ que, sobre todo últimamente, están sirviendo de parapeto para esconder determinadas pretensiones políticas. Por ejemplo –nada teórico, sino bastante realista- la susodicha prima de riesgo. El 23 de agosto de 2011 (no fue otro 11-S, pero casi) este indicador estaba en 284 puntos básicos. Fue entonces cuando el Presidente del Gobierno anunció –y el líder de la oposición aceptó- que se iba a promover la modificación del artículo 135 de la Constitución Española para consagrar el principio de estabilidad presupuestaria en las Administraciones Públicas. Y así fue, de tal forma que sólo unos días después, en un inaudito ejemplo de eficacia parlamentaria, la “pétrea” e “inmutable” (sólo a juicio de algunos) Constitución Española ya estaba modificada y no precisamente por una cuestión menor.
Desde entonces casi no se habla de otra cosa que no sea estabilidad presupuestaria y deuda pública, a pesar de que la Carta Magna tiene otros 168 artículos y varias disposiciones que parecen ahora haber pasado a un segundo plano. No obstante, conviene recordar que el Tribunal Constitucional de nuestros vecinos portugueses ya ha dicho en varias sentencias que “no vale todo” para luchar contra la crisis.
En fin, la prima de riesgo está hoy por debajo de aquellos 284 puntos ‘mágicos’ que motivaron una reforma constitucional (son 247 al cierre de estas líneas), pero nadie se plantea modificar la Constitución por ello. ¿O sí?
Publicado en El Comercio el 25 de septiembre de 2013
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