Muy orgulloso de publicar por primera vez en
El País, con
Carlos Monasterio, sobre un tema de actualidad del que "algo" hemos investigado y sobre el cual ya
opiné hace poco.
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En 2004 los firmantes de este artículo publicamos un
trabajo académico en
Hacienda Pública Española, en el cual poníamos de manifiesto el escaso desarrollo habido hasta entonces del principio de transparencia presupuestaria. También abogábamos por
un mecanismo de reparto del déficit basado en criterios objetivos y no en negociaciones ad hoc todos los años. Pues bien, aquí estamos casi una década después y el debate sigue abierto, a pesar de todo lo que ha llovido.
Desde entonces, nada menos que tres normativas de estabilidad presupuestaria nos contemplan: en el año 2001 fue el déficit cero; en 2006, el déficit en el ciclo económico; en 2012, el déficit estructural, consecuencia del Pacto Fiscal de la UE y de la reforma constitucional de 2011.
Hagamos por un momento un ejercicio de funambulismo, dando por válido el objetivo de volver a tener equilibrio estructural en las cuentas públicas en 2020 (cosa poco probable, si tenemos en cuenta que 2012 se cerró con un 6% de déficit estructural). Hagamos otro salto mortal y demos incluso por buenas las previsiones que devolverían a España a un déficit total por debajo del 3% del PIB en 2016 (desde el 10,6% de 2012), tras la lógica flexibilización de objetivos llevada a cabo recientemente. Es mucho suponer, pero hagamos el esfuerzo.
La siguiente pregunta sería cómo repartir el déficit entre los diferentes niveles de Gobierno. Para las entidades locales el asunto parece sencillo, ya que “deberán presentar equilibrio presupuestario”, según establece la Constitución. Como además seguimos con más de 8.000 municipios, muchos de tamaño ínfimo, no cabe más en la práctica que trasladar ese objetivo a todas y cada una de las entidades locales, por razones puramente instrumentales.
La mayor controversia se encuentra en el ámbito de las comunidades autónomas. Lo ideal sería que el objetivo agregado de todas ellas estuviese en consonancia con el volumen de gastos e ingresos que manejan. Esto significa que prácticamente se repartiría por mitades el tramo disponible de déficit entre el Estado y las comunidades autónomas, aun cuando se pudiese
admitir un cierto plus para la Administración central, por motivos de estabilización económica (verbigracia: es la que paga en exclusiva la prestación por desempleo —el gasto más sensible a la crisis— o la que sufre los vaivenes recaudatorios del impuesto sobre sociedades).
La segunda etapa, queriendo establecer un déficit a la carta entre comunidades autónomas, se parece a comer en restaurantes: está muy bien si nos lo podemos pagar. Sin embargo, si la minuta la paga el vecino, entonces es una injusticia con quien come de menú del día o de bocadillo.
Cualquier reparto diferenciado de objetivos de déficit entre comunidades autónomas no solo no es malo per se, sino que puede introducir un interesante incentivo, siempre que se cumplan tres premisas básicas: acuerdo multilateral en el Consejo de Política Fiscal y Financiera, transparencia y control. Cabe recordar que en los años noventa del siglo pasado existió el antecedente de los Escenarios de Consolidación Presupuestaria, si bien esos acuerdos carecían de las virtudes deseables, puesto que eran fijados de forma bilateral para cada comunidad autónoma y, peor aún, se revisaron al alza para quienes habían incumplido. Hoy ese modelo no parece aceptable en modo alguno, pero convendría recordar lo sucedido entonces, para no repetir el mismo error.
El nuevo reparto a la carta, si se aprueba, debe estar basado en variables objetivas, coherentes con los mecanismos de la financiación autonómica y de los fondos europeos. Entre esas variables las más evidentes son la
población ajustada (más personas suponen más necesidades, sobre todo si hay un alto grado de envejecimiento y dispersión en el territorio) y la
inversa de la renta per capita (los territorios menos desarrollados tendrían así un recurso adicional para implementar políticas activas de inversión y empleo).
Encargado el plato principal, comenzarían los aliños. Se podría recompensar con un mayor tramo de déficit a las comunidades autónomas que hayan cumplido rigurosamente sus objetivos en años anteriores, bien sea tomando el saldo total, el déficit estructural y/o la deuda pública. Lo contrario, es decir,
premiar a quien ha incumplido, además de injusto e ineficiente, vulnera la pura lógica y el espíritu de la ley de estabilidad presupuestaria. Aún más: quien haya liquidado su presupuesto con superávit debería poder utilizarlo —al menos en parte— como palanca de estímulo fiscal para financiar actuaciones productivas.
Los objetivos de déficit no deben depender de coyunturas, afiliaciones o reuniones secretas. La credibilidad de las normas comienza por algo tan obvio como su cumplimiento y sigue con la formulación de objetivos realistas sobre criterios técnicos, la supervisión interna y la fiscalización de todo el proceso por los órganos de control externo. Si alguna de estas piezas falla, debe aplicarse el mecanismo de sanciones a quien corresponda, comenzando por el que erró de forma grave en las previsiones, siguiendo con quien no advirtió de las desviaciones y finalizando con el supuesto fundamental de quien incumplió sus metas individuales sin justificación.
Se podría plantear incluso
avanzar en la regulación legal de las quiebras ordenadas de comunidades autónomas o de entidades locales, ante una situación de insolvencia sobrevenida o con un mercado financiero cerrado (tampoco sería esto muy diferente de lo que ya contempla la actual ley de estabilidad presupuestaria en sus medidas coercitivas). Otra opción pasaría por constituir obligatoriamente fondos de estabilización (
rainy day funds) en cada comunidad autónoma, al estilo del Fondo de Reserva de la Seguridad Social, cuya dotación se haría con cargo a los ingresos cíclicos obtenidos por encima de las previsiones, sirviendo así de colchón para suavizar los ajustes fiscales cuando llegue una nueva recesión.
En todo caso, antes de nada, se necesita en España una profunda reforma fiscal que devuelva vigor estructural a los debilitados ingresos tributarios. Pero de eso hablaremos otro día, si hay ocasión.
Publicado en El País el 8 de julio de 2013.