En
2020 el mundo se paró y en 2021 es necesario reactivarlo. Terminar con
la pandemia es una obligación y estimular la economía constituye un
deber. La peor política sería “dejar hacer, dejar pasar”, puesto que no
son dos tormentas que escampen solas, sino que ambas salidas son
claramente endógenas.
Mirar para otro lado no puede ser una opción; nos llevaría a una situación aún más dramática y a una crisis aún más profunda.
Dejando
las cuestiones sanitarias a las personas expertas, intentaremos arrojar
un poco de luz sobre la reactivación económica y las desigualdades
entre territorios. Repasemos.
En primer lugar, la pandemia de
covid-19 debe comenzar a remitir (esperemos) por efecto de las medidas
de vacunación y restricción a la movilidad.
También encaramos la
última década para el logro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible
de Naciones Unidas, a los que nadie es ajeno, ya sea privado, público,
mixto, supranacional, estatal, autonómico o local. Nadie.
En
tercer lugar, recordemos que acaba de empezar el nuevo periodo
presupuestario plurianual en la Unión Europea, 2021-2027, con el mayor
volumen de fondos de la historia y con renovados desafíos e
instrumentos. Relacionado con esto, se han aprobado los Presupuestos
Generales del Estado, algo tan poco noticiable como un día de lluvia en
Asturias, de no haber sido por la larga sequía presupuestaria previa.
Además,
anotemos que en 2020 finalizó el periodo “transitorio” de la ley de
estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera, como estaba
previsto desde la reforma constitucional de 2011 y como la pandemia
certificó.
La recesión económica es de magnitud desconocida y
novedosa, ya que se asimila a un coma autoinducido. España, una vez más,
acrecienta la amplitud de su ciclo, igual que cuando en fase alcista
suele ir también muy rápido. Un problema subyacente de modelo productivo
y económico que no podemos obviar.
Todo lo expuesto nos lleva a priorizar un mensaje:
no
se deben escatimar esfuerzos para salir cuanto antes del pozo, sin que
ello signifique construir otros agujeros negros, particularmente, de
deuda pública. Aquí es donde el Banco Central Europeo (que parece
haber aprendido de la anterior crisis) y los fondos europeos cobran todo
su sentido. España va a recibir 140.000 millones de euros para la
reconstrucción, todos ellos vinculados a reformas estructurales, a
inversiones finalistas y a un estrecho control de eficacia, eficiencia y
legalidad.
Los recursos de la
política de cohesión
han sido siempre una de las claves de bóveda del proyecto de la Unión
Europea, con España como uno de los principales Estados miembros
beneficiarios. Y así seguirá siendo desde 2021, con numerosos matices.
La contribución de esta política al crecimiento del PIB y del empleo ha
sido indudable, especialmente en las comunidades autónomas menos
desarrolladas. Sin embargo, las disparidades económicas entre
territorios, lejos de haberse mitigado, se han consolidado. Dicho de
otro modo:
hubo eficacia en el crecimiento, pero no en la reducción de desigualdades.
Por ello, la reflexión sobre las políticas públicas a aplicar debe ser
profunda, más aún cuando tenemos delante unos ingentes recursos que, de
otro modo, se podrían dilapidar. Seguir por un camino idéntico solo
puede conducir a resultados similares. Creceríamos, sí, pero no al mismo
ritmo, ni todos. Y eso casa mal con la solidaridad, la cohesión y el
desarrollo futuro.
Por otra parte, el
análisis
de la realidad nos muestra que la persistencia de la desigualdad en la
distribución personal de la renta obstaculiza o ralentiza la
convergencia regional (la mayor importancia que se le concede al pilar
social en la política de cohesión europea para 2021-2027, apunta, por
fin, en esta línea). No en vano, el Tratado de la Unión Europea proclama
el fomento de la cohesión económica, social y territorial y la
solidaridad entre los Estados miembros. Y la Constitución española
reconoce y garantiza el derecho a la autonomía junto a la solidaridad
entre regiones y nacionalidades.
España afronta un apasionante
escenario, con las prioridades de transformación digital, transición
ecológica e inclusión social, todas ellas potenciales fuentes de
crecimiento, aunque también de desigualdad, si las cosas no se hacen
bien. Nuestro complejo modelo territorial puede ser la mejor oportunidad
para aprovechar las bondades fundacionales del federalismo, vestidas
ahora con el ropaje de la “cogobernanza”.
Para ello, es preciso que los
Fondos de Compensación Interterritorial
(FCI) recuperen el vigor perdido durante décadas y cumplan su función
constitucional de instrumento interno de solidaridad y desarrollo
regional. No se deben confundir estos objetivos estructurales con los
inmediatos del Fondo Covid-19, dotado en 2020 con una cantidad que
equivale a 37 veces el importe del FCI.
Asimismo, tienen que
abordarse ya la revisión de la financiación autonómica (toda ella, no
solo el sistema como tal) y la reforma del sector público local,
incluyendo la digestión de los mecanismos “adicionales” de financiación,
nacidos como “extraordinarios”, pero que no deberían seguir supliendo
los recursos ordinarios ni las operaciones de crédito concertadas en el
mercado, casi como una anestesia permanente. Y a modo de envolvente, una
reforma fiscal integral que no viene nunca, como el
porvenir de Ángel González.
Tampoco puede obviarse que las grandes competencias sociales y ambientales son autonómicas, de forma exclusiva o compartida.
Dar voz, voto y acción a comunidades autónomas y entidades locales en
la gestión de los fondos europeos no es una opción, ni una concesión
graciosa, sino una necesidad y una obligación constitucional. La
flamante Conferencia Sectorial del Plan de Recuperación, Transformación y
Resiliencia es el marco adecuado, sin menoscabo de las competencias del
Consejo de Política Fiscal y Financiera, del resto de conferencias
sectoriales, de la Comisión Nacional de la Administración Local y, por
supuesto, de la Conferencia de Presidentes.
En suma, la
solidaridad interterritorial debe ir de la mano de la eficacia y la
eficiencia, huyendo del tradicional y -en ocasiones- pasivo
“territorialismo” en el reparto de fondos, sin que esto signifique
obviar las desiguales condiciones de partida, así como la capacidad real
de captación y absorción de proyectos y recursos. La cooperación es
clave.
Publicado en el blog De fueros y huevos (Rifde-Expansión) con Encarnación Murillo García el 11 de febrero de 2021