ALEX PIÑA (El Comercio) |
Hablar de industria en Asturias es como hablar del corazón en un congreso de cardiología: resulta obligado y necesario. Asturias no se entiende sin industria y la industria no sería lo mismo sin la aportación asturiana.
Si el corazón es el órgano vital por excelencia para el cuerpo humano, la industria lo es para la economía del país y, por extensión, para la existencia misma del país. El caso de Asturias es paradigmático.
Un corazón muy dañado o con problemas congénitos irresolubles no suele tener más recambio que el de un trasplante o, por desgracia, más salida que la muerte. En el caso de la industria, el único sustituto cercano solo puede estar en la propia industria, esto es, en el auto-trasplante, por seguir con la analogía médica.
El futuro –o más bien el presente- supone abrir paso a una industria moderna, tecnificada y limpia, generadora de empleo de calidad y productos de cuidada elaboración, con alto valor añadido, rentabilidad social y vocación ambiental. La vieja industria de las grandes “catedrales”, que medía su valor en toneladas y plantillas, contaminadora de ríos, rías y atmósferas, hoy no se sostiene ni sirve como referencia.
No quiero decir –ni siquiera insinuar- que la nueva industria deba demoler todo lo construido durante décadas y siglos. Lo que me gustaría –y creo que no es un deseo egoísta ni solitario- es que podamos andar el obligado camino de una forma ordenada, sin demasiada prisa, pero sin pausa alguna. En Asturias la palabra “reconversión” nos suena con tono muy alto (no es para menos; las hemos sufrido todas). Y ahora estamos en plena transición ecológica, o sea, en otra reconversión, posiblemente la definitiva, motivo por el cual debemos hacerla con altura de miras y, por qué no decirlo, con ayuda.
Cuando estudiábamos los aranceles en la Facultad de Ciencias Económicas (antes se llamaba así), el profesor o la profesora nos alertaba siempre de sus perjuicios para el comercio internacional y la competitividad. El discurso era casi unánime. Al mismo tiempo nos mostraban las teóricas ventajas derivadas de las sucesivas rondas del GATT y de la Organización Mundial de Comercio, así como la integración económica en la Unión Europea. Curiosamente, vivimos tiempos en los que se vuelve a hablar de aranceles, aunque de dos formas muy diferentes. Una, para amenazar con un nacionalismo económico empobrecedor del vecino o del competidor (léase: Donald Trump). La otra forma, que me gusta bastante más, es sobre la posibilidad de que los aranceles o peajes ambientales sirvan para que la lucha contra el cambio climático sea justa y no la hagamos en solitario unos voluntariosos europeos, sino todo el mundo, con los matices y plazos que sean necesarios. Recuerdo mi único viaje a China, en el que palpé y respiré un colosal deterioro ambiental y un nulo respeto a las elementales normas sociales y laborales. La competencia suele ser beneficiosa, pero sin igualdad de oportunidades se convierte en un juego de supervivencia salvaje, donde el planeta y las personas siempre pierden.
Por eso necesitamos acometer la nueva reconversión, pero no podemos ni debemos hacerla solos, para que al final nos sacrifiquemos unos pocos, sin que se consigan los objetivos de desarrollo sostenible que marca la Agenda 2030.
Pero, más allá de este enfoque estrictamente económico que acabo de esbozar, la industria nos conecta de nuevo con el corazón, no ya como víscera que bombea sangre, sino como icono y alegoría del amor. La industria goza de un prestigio indudable y un halo romántico, a pesar de ser el sector “secundario”, en terminología económica clásica. Por eso hablamos –incluso forzando términos- de la industria del turismo, la industria del cine o incluso la industria de las personas, en este último caso referida a los cuidados a nuestros mayores y pequeños. Es evidente que un concepto sinónimo de industria como el de negocio, por muchas razones, no tiene ni de lejos su buena prensa. Una vez más, acierta la sabiduría popular cuando nos conecta mentalmente con los buenos sueldos medios que suele pagar la industria y con la actividad económica auxiliar y complementaria que se genera “aguas abajo” y “mar adentro”, si se me permite la expresión.
Las informaciones suelen exaltar las crisis, pero también es habitual que minimicen las alegrías y los ejemplos positivos. Es lógico: no es noticia que el perro pasee por un parque limpio, sino que ese mismo perro muerda a un niño. Pero no por ello debemos hacer un esfuerzo como sociedad para divulgar lo mucho y bueno que tenemos. Sin ánimo de exhaustividad, podemos recordar el enorme salto cualitativo de nuestra industria agroalimentaria en las últimas décadas, con más y mejores productos, entre los que citaré la leche y la sidra, con todos sus derivados de alto valor añadido, por su significatividad y su identificación con Asturias. O los astilleros que son referencia mundial por su competitividad. O las empresas de tamaño medio que están fabricando productos y bienes de equipo para todo el mundo. Algunas son asturianas de nacimiento y otras lo son por adopción, tras haber anidado en esta tierra con gran éxito. No tendrían que ser islas de prosperidad, sino archipiélagos de éxito, bien conectados entre sí y con el resto del sistema económico.
No quiero terminar sin enunciar el papel del sector público, ese “Estao” (sic) que para algunos sigue siendo el todopoderoso hacedor, obviando que el Estado somos nosotros y nuestros impuestos. Por muchos motivos jurídicos, financieros y políticos, hoy sería impensable una nacionalización a gran escala, como en su momento fueron aquellas de “Inilandia”. Pero donde el sector público –local, autonómico, estatal y supranacional- sí puede y debe jugar un papel decisivo es en la regulación, como facilitador de relaciones laborales sanas entre sindicatos y empresas, producciones competitivas y sostenibles, y territorios que puedan seguir aspirando a un desarrollo equilibrado. Y por supuesto, el sector público debe ser implacable en el control de las ayudas facilitadas a determinados sectores, en cualesquiera sus formas, para evitar el fraude o el latrocinio.
Si el corazón es el órgano vital por excelencia para el cuerpo humano, la industria lo es para la economía del país y, por extensión, para la existencia misma del país. El caso de Asturias es paradigmático.
Un corazón muy dañado o con problemas congénitos irresolubles no suele tener más recambio que el de un trasplante o, por desgracia, más salida que la muerte. En el caso de la industria, el único sustituto cercano solo puede estar en la propia industria, esto es, en el auto-trasplante, por seguir con la analogía médica.
El futuro –o más bien el presente- supone abrir paso a una industria moderna, tecnificada y limpia, generadora de empleo de calidad y productos de cuidada elaboración, con alto valor añadido, rentabilidad social y vocación ambiental. La vieja industria de las grandes “catedrales”, que medía su valor en toneladas y plantillas, contaminadora de ríos, rías y atmósferas, hoy no se sostiene ni sirve como referencia.
No quiero decir –ni siquiera insinuar- que la nueva industria deba demoler todo lo construido durante décadas y siglos. Lo que me gustaría –y creo que no es un deseo egoísta ni solitario- es que podamos andar el obligado camino de una forma ordenada, sin demasiada prisa, pero sin pausa alguna. En Asturias la palabra “reconversión” nos suena con tono muy alto (no es para menos; las hemos sufrido todas). Y ahora estamos en plena transición ecológica, o sea, en otra reconversión, posiblemente la definitiva, motivo por el cual debemos hacerla con altura de miras y, por qué no decirlo, con ayuda.
Cuando estudiábamos los aranceles en la Facultad de Ciencias Económicas (antes se llamaba así), el profesor o la profesora nos alertaba siempre de sus perjuicios para el comercio internacional y la competitividad. El discurso era casi unánime. Al mismo tiempo nos mostraban las teóricas ventajas derivadas de las sucesivas rondas del GATT y de la Organización Mundial de Comercio, así como la integración económica en la Unión Europea. Curiosamente, vivimos tiempos en los que se vuelve a hablar de aranceles, aunque de dos formas muy diferentes. Una, para amenazar con un nacionalismo económico empobrecedor del vecino o del competidor (léase: Donald Trump). La otra forma, que me gusta bastante más, es sobre la posibilidad de que los aranceles o peajes ambientales sirvan para que la lucha contra el cambio climático sea justa y no la hagamos en solitario unos voluntariosos europeos, sino todo el mundo, con los matices y plazos que sean necesarios. Recuerdo mi único viaje a China, en el que palpé y respiré un colosal deterioro ambiental y un nulo respeto a las elementales normas sociales y laborales. La competencia suele ser beneficiosa, pero sin igualdad de oportunidades se convierte en un juego de supervivencia salvaje, donde el planeta y las personas siempre pierden.
Por eso necesitamos acometer la nueva reconversión, pero no podemos ni debemos hacerla solos, para que al final nos sacrifiquemos unos pocos, sin que se consigan los objetivos de desarrollo sostenible que marca la Agenda 2030.
Pero, más allá de este enfoque estrictamente económico que acabo de esbozar, la industria nos conecta de nuevo con el corazón, no ya como víscera que bombea sangre, sino como icono y alegoría del amor. La industria goza de un prestigio indudable y un halo romántico, a pesar de ser el sector “secundario”, en terminología económica clásica. Por eso hablamos –incluso forzando términos- de la industria del turismo, la industria del cine o incluso la industria de las personas, en este último caso referida a los cuidados a nuestros mayores y pequeños. Es evidente que un concepto sinónimo de industria como el de negocio, por muchas razones, no tiene ni de lejos su buena prensa. Una vez más, acierta la sabiduría popular cuando nos conecta mentalmente con los buenos sueldos medios que suele pagar la industria y con la actividad económica auxiliar y complementaria que se genera “aguas abajo” y “mar adentro”, si se me permite la expresión.
Las informaciones suelen exaltar las crisis, pero también es habitual que minimicen las alegrías y los ejemplos positivos. Es lógico: no es noticia que el perro pasee por un parque limpio, sino que ese mismo perro muerda a un niño. Pero no por ello debemos hacer un esfuerzo como sociedad para divulgar lo mucho y bueno que tenemos. Sin ánimo de exhaustividad, podemos recordar el enorme salto cualitativo de nuestra industria agroalimentaria en las últimas décadas, con más y mejores productos, entre los que citaré la leche y la sidra, con todos sus derivados de alto valor añadido, por su significatividad y su identificación con Asturias. O los astilleros que son referencia mundial por su competitividad. O las empresas de tamaño medio que están fabricando productos y bienes de equipo para todo el mundo. Algunas son asturianas de nacimiento y otras lo son por adopción, tras haber anidado en esta tierra con gran éxito. No tendrían que ser islas de prosperidad, sino archipiélagos de éxito, bien conectados entre sí y con el resto del sistema económico.
No quiero terminar sin enunciar el papel del sector público, ese “Estao” (sic) que para algunos sigue siendo el todopoderoso hacedor, obviando que el Estado somos nosotros y nuestros impuestos. Por muchos motivos jurídicos, financieros y políticos, hoy sería impensable una nacionalización a gran escala, como en su momento fueron aquellas de “Inilandia”. Pero donde el sector público –local, autonómico, estatal y supranacional- sí puede y debe jugar un papel decisivo es en la regulación, como facilitador de relaciones laborales sanas entre sindicatos y empresas, producciones competitivas y sostenibles, y territorios que puedan seguir aspirando a un desarrollo equilibrado. Y por supuesto, el sector público debe ser implacable en el control de las ayudas facilitadas a determinados sectores, en cualesquiera sus formas, para evitar el fraude o el latrocinio.
Texto adaptado de la presentación a la conferencia de José María Urbano en el Ridea, el 17 de junio de 2019