martes, 25 de septiembre de 2018

Pagar por la piscina y no por la escuela



Hagamos política-ficción. Supongamos que todos los servicios municipales se pueden financiar con precios públicos y con tributos basados en el principio del beneficio. En otras palabras: quien quiera un servicio público, que se lo pague. Quid pro quo, como decían los clásicos.

De esa forma, los impuestos que gravan una base fiscal amplia, como es el caso de la propiedad inmobiliaria, podrían ser reducidos a la mínima expresión o, en el extremo, eliminados, obteniendo ganancias generales de eficiencia. En la medida en que muchos servicios públicos tienen una demanda individualizada y se puede identificar –y excluir- a los usuarios a un coste razonable, la aplicación del principio del beneficio en materia de financiación local no parecería entonces una mala idea. Pero ya está; ahí se acaban las teóricas ventajas.

En esa fantasía, el ciudadano deja de existir y pasa a ser un cliente, de la misma forma que el sector público pasa a ser un proveedor ordinario de bienes y servicios, sin más preocupación que obtener rendimientos –o como mínimo no tener perdidas- por vender esos productos, como hace cualquier empresa privada. En la vida real esto no es posible, ni tan siquiera deseable.

Por ejemplo, se entiende socialmente aceptable cobrar un precio público por la entrada a la piscina municipal o a un espectáculo cultural. Sin embargo, muy pocas personas en España estarían dispuestas a pagar ese mismo precio público cuando acuden al centro de salud o cuando llevan cada día a sus hijas e hijos a la escuela infantil o primaria.

La hipotética cobertura del gasto público de forma exclusiva o mayoritaria con ingresos basados en el principio del beneficio contraviene una elemental noción de equidad, ya que deja excluidas a numerosas personas, las más necesitadas. Afortunadamente, ni la Sociología, ni la Ciencia Política, ni la Economía Pública, ni la propia Constitución Española, dan argumentos para plantear un escenario tan extremo.

Pero la película de la financiación local tiene un final abierto, como en aquellos libros donde se elegía la aventura en función de la estrategia seguida entre páginas. Cada gobierno local puede decidir hasta dónde y cuánto utiliza el principio del beneficio para financiar los servicios que presta o las obras que acomete. El conocido conflicto entre eficiencia y equidad está servido y, como casi siempre, será una cuestión de preferencias políticas, a dirimir en elecciones, consultas populares o plenos municipales. La única premisa es que el principio del beneficio no sea un sustituto completo de los impuestos basados en la capacidad económica, ni de las transferencias recibidas, ni del endeudamiento, pero sí un excelente complemento de estos recursos.

En todo caso, los ingresos basados en el principio del beneficio no serían suficientes, salvo que el gasto se recorte de manera dramática y/o se establezcan tasas, precios públicos y contribuciones especiales a niveles estratosféricos. En segundo lugar, el oscurantismo que todavía acompaña el cálculo de los costes de prestación (la contabilidad analítica, salvo honrosas excepciones, ni está ni se la espera) dificulta en grado sumo este tipo de ingresos. Tercero, porque en tales condiciones resulta muy complicado desplegar un eficaz control interno y una rigurosa fiscalización externa. Y, cuarto, porque su elevado coste electoral expulsaría del mercado político al partido o a la candidatura que pretenda tal solución.

En definitiva, parece más aconsejable que los objetivos redistributivos se reserven a las políticas de gasto local, por su mayor efectividad. Las ganancias de eficiencia se puedan explotar así en toda su extensión con tasas, precios públicos y contribuciones especiales (para estas últimas, probablemente, recuperando su carácter obligatorio en determinados supuestos). La legislación de haciendas locales ya permite –aunque no obliga- que las tasas y los precios públicos se desvinculen del coste, pero esta medida lo único que provoca es una debilitamiento de la eficiencia, sin que mejore la equidad, produciendo efectos regresivos en demasiadas ocasiones.

Claro que, si hablamos de municipios ínfimos, con un puñado de habitantes, entonces ni siquiera podemos escribir en serio de todo esto.

Publicado en el blog de Rifde-Expansión el 25 de septiembre de 2018 

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