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¿Cuál es peor? ¿La persona que critica sin proponer alternativas o la que todo le resbala por encima de los hombros? Lo preocupante es que muchas veces coinciden.
Si se inaugura un remozado hotel, siempre hay alguien que protesta porque la decoración no le gusta o porque los precios son más altos que hace veinte años. Otro grupo de personas pasa por delante mirando de refilón (no es su guerra). Algunos, creo que los menos numerosos, apoyamos desde el principio, aunque sea desde la modestia, colocando ese granito que, aunque no haga granero, ayuda al compañero.
Si tenemos un mundial deportivo con miles de personas en la ciudad y millones de euros en beneficios, a algunos todavía les sabe a poco y, sin embargo, se quejan de la incomodidad en esos días (igual que con las fiestas patronales). Aquí el indiferente se limita a afirmar, con cierto aire de superioridad, las bondades de no hacer nada, puesto que el evento le parece una cosa fatua. Los del tercer grupo tratamos de apoyar en lo que se pueda, aunque sea comprando un tique o divulgando en nuestras redes humanas y sociales.
Ya que hablamos de redes sociales, cuidado con esa nueva especie de personas cuya vida aparente es estrictamente virtual, es decir, opuesta a la realidad. Sobre esto hay escritos ríos de tinta a cargo de personas expertas en Psicología y Sociología. Yo no entro en esas disquisiciones. Lo que sí me enerva es el afán de algunos malevos por arruinar cualquier iniciativa de los demás, sin más interés que la pura destrucción y desde la cobardía que ofrecen el anonimato o la identidad falsa. Esto ocurre en la política, la economía, las relaciones amorosas o el mus. Internet no lo inventó, pero lo amplifica de forma peligrosa.
Como reza el clásico aforismo, “al amigo, todo; al enemigo, ni agua y al indiferente, la legislación vigente” (la versión más trasera atribuida al ministro de la dictadura Girón de Velasco no la reproduzco aquí). En todo caso, es cierto que el indiferente, de entrada, no me gusta. No por manías personales, sino por su incoherencia interna, puesto que se convierte en un criticón negativista cuando observa atacada su parcela o su manada. Ahí pierde esa falsa neutralidad y por eso conviene aplicarle el reglamento en vigor.
Gabriel Celaya maldecía a los que se desentienden y evaden, invitándonos a tomar partido. Estoy de acuerdo. Y si no se tiene nada mejor que aportar, el silencio es una preciosa alternativa para no dañar a nadie. Otro poeta, Dante, enviaba al vestíbulo del infierno a los indiferentes (para él, cobardes). Mucho más cerca en el tiempo, lo decía también en una entrevista el periodista José María García: “me enorgullezco de no haber cultivado ni a un solo indiferente”. No es poco mérito.
Si se inaugura un remozado hotel, siempre hay alguien que protesta porque la decoración no le gusta o porque los precios son más altos que hace veinte años. Otro grupo de personas pasa por delante mirando de refilón (no es su guerra). Algunos, creo que los menos numerosos, apoyamos desde el principio, aunque sea desde la modestia, colocando ese granito que, aunque no haga granero, ayuda al compañero.
Si tenemos un mundial deportivo con miles de personas en la ciudad y millones de euros en beneficios, a algunos todavía les sabe a poco y, sin embargo, se quejan de la incomodidad en esos días (igual que con las fiestas patronales). Aquí el indiferente se limita a afirmar, con cierto aire de superioridad, las bondades de no hacer nada, puesto que el evento le parece una cosa fatua. Los del tercer grupo tratamos de apoyar en lo que se pueda, aunque sea comprando un tique o divulgando en nuestras redes humanas y sociales.
Ya que hablamos de redes sociales, cuidado con esa nueva especie de personas cuya vida aparente es estrictamente virtual, es decir, opuesta a la realidad. Sobre esto hay escritos ríos de tinta a cargo de personas expertas en Psicología y Sociología. Yo no entro en esas disquisiciones. Lo que sí me enerva es el afán de algunos malevos por arruinar cualquier iniciativa de los demás, sin más interés que la pura destrucción y desde la cobardía que ofrecen el anonimato o la identidad falsa. Esto ocurre en la política, la economía, las relaciones amorosas o el mus. Internet no lo inventó, pero lo amplifica de forma peligrosa.
Como reza el clásico aforismo, “al amigo, todo; al enemigo, ni agua y al indiferente, la legislación vigente” (la versión más trasera atribuida al ministro de la dictadura Girón de Velasco no la reproduzco aquí). En todo caso, es cierto que el indiferente, de entrada, no me gusta. No por manías personales, sino por su incoherencia interna, puesto que se convierte en un criticón negativista cuando observa atacada su parcela o su manada. Ahí pierde esa falsa neutralidad y por eso conviene aplicarle el reglamento en vigor.
Gabriel Celaya maldecía a los que se desentienden y evaden, invitándonos a tomar partido. Estoy de acuerdo. Y si no se tiene nada mejor que aportar, el silencio es una preciosa alternativa para no dañar a nadie. Otro poeta, Dante, enviaba al vestíbulo del infierno a los indiferentes (para él, cobardes). Mucho más cerca en el tiempo, lo decía también en una entrevista el periodista José María García: “me enorgullezco de no haber cultivado ni a un solo indiferente”. No es poco mérito.
Publicado en La Voz de Avilés el 30 de septiembre de 2016
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