Me quedo francamente fascinado cuando cae en mis manos un libro de 1983, publicado por la desaparecida editorial Argos Vergara y firmado por un tal Javier de Burgos, cuyo título es España: por un Estado federal.
Aclaremos en primer lugar que el libro no lo suscribe quien fuera en la primera mitad del siglo XIX secretario de Estado y de Despacho de Fomento, ministro de Hacienda y ministro de la Gobernación, pasando a la historia sobre todo por ser el impulsor de la división territorial de España en provincias, vigente todavía en la actualidad. La realidad es que el citado libro lo firman bajo ese pseudónimo colectivo los miembros de la Asociación Española de Administración Pública, creada en 1969, en lo que iba a ser el antecedente inmediato de la actual Asociación Profesional del Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado. Aquella primigenia asociación comenzó como algo parecido a un sindicato de funcionarios para defender intereses corporativos y terminó convertida de facto, ya en las postrimerías de la dictadura franquista, en un potente instrumento de movilización ciudadana al servicio de postulados democráticos. El homenaje postrero a Javier de Burgos parece claro y explícito.
Se cuidaron mucho aquellos funcionarios de dejar muy claro desde el principio que su aportación al debate sobre la creación y el desarrollo del Estado del Estado de las Autonomías tenía un carácter técnico y un afán constructivo, frente a otras visiones apocalípticas, sectarias, negativistas u optimistas en exceso. Su apuesta decidida era por un Estado federal, combinando autonomía y unidad, sin veleidades separatistas centrífugas, ni tentaciones uniformadoras centrípetas.
La fascinación me viene porque, pasados más de 30 años de la edición de aquel libro (al que acompañaron informes temáticos sobre descentralización de la educación, la justicia, la sanidad, la planificación económica o los impuestos), muchos de los problemas que se enunciaban entonces como futuribles, iban a ser después muy reales y, aún hoy, se siguen arrastrando como riesgos latentes o explícitos del modelo español. Por brevedad, enunciaré sólo los que tiene que ver con la atribución de competencias y los regímenes de financiación.
El primero hace referencia a una cuestión temporal que para un observador externo podría ser inocua, pero que no es en absoluto. La LOFCA se aprobó en 1980, por tanto después del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1979 (también del vasco), de tal forma que “el régimen común financiero es no más que una expresión detallada de lo que se pactó con la minoría catalana” (p. 95). Los sucesivos sistemas de financiación que vendrían después (el llamado provisional, los acuerdos quinquenales y las reformas de 2001 y 2009) reproducen casi con mimetismo esta secuencia. Sin embargo, la ruptura de este modus operandi se produce a partir de 2012, con el abandono por parte de Cataluña de su tradicional impulso descentralizador, apostando por un soberanismo de amplio alcance.
Otras críticas aceradas se lanzan (p. 96) contra la cesión a las comunidades autónomas del impuesto de patrimonio (“complementario del de la renta”) y del impuesto de sucesiones que, por su principal finalidad de “justicia social [...] debe ser objeto de una política general”.
El sistema de coordinación en el Consejo de Política Fiscal y Financiera también era puesto en entredicho (p. 97), ya que “sus decisiones no tienen carácter vinculante, sino sólo consultivo y de deliberación” (esto se cambió con la reforma de la LOFCA de 2001, aunque el órgano sigue controlado de facto por el gobierno central).
Sobre el Fondo de Compensación Interterritorial (pp. 98-99), recurso contemplado expresamente en la Constitución, se advertía de su insuficiencia –y, por tanto, de su ineficacia- e incluso de su carácter contraproducente, ya que en los primeros momentos iba a beneficiar a todas las comunidades autónomas y no sólo a las más pobres.
Con respecto a los regímenes especiales, las críticas subían de tono (pp. 100-102). Sobre el cálculo del cupo vasco hablaban de “un privilegio en una cuantía muy considerable” y en el caso navarro directamente acusaban de “permanente dejación de autoridad del Estado”.
Finalmente, sobre el recurso al crédito (p. 114) se preguntaban “cómo va a evitarse que las comunidades autónomas terminen sus ejercicios con déficits presupuestarios que [...] tendrá que asumir el Estado más tarde o más temprano”. Traída esta cuestión a nuestros días, hablaríamos de restricción presupuestaria blanda o de rescates, pero el asunto de fondo es idéntico 30 años después.
En otra parte del libro, los altos funcionarios estatales invocaban los “límites materiales” de la descentralización, los que nunca se deberían traspasar, ya que todos ellos tienen sólida base constitucional y económica: unidad nacional, solidaridad y principio de igualdad. Pues bien, algunos de ellos han sido forzados con el discurrir del tiempo, hasta el punto de situar su cumplimiento en una tesitura de verdadero peligro.
¿Y qué solución proponían estos autores? La de un “Estado federal cooperativo”. “Federalizar antes de que se disgregue la nación”, decían (p. 159). Y para ello, como mínimo, se necesitan instrumentos eficaces de integración, al lado de fuertes instituciones de coordinación. En lo concreto, abogaban por leyes sectoriales básicas que clarifiquen espacios competenciales, consolidación de los partidos políticos “de lealtad nacional” (sic), un refuerzo del Fondo de Compensación Interterritorial como gran mecanismo de solidaridad y, en definitiva, una revisión constitucional con alcance limitado, buscando siempre la utilidad práctica de esa revisión.
¿Nos suena todo esto de algo? Pues estamos en 1983.
Publicado en el blog De fueros y huevos (RIFDE-Expansión) el 20 de enero de 2015
Publicado en el diario Expansión el 28 de febrero de 2015
Aclaremos en primer lugar que el libro no lo suscribe quien fuera en la primera mitad del siglo XIX secretario de Estado y de Despacho de Fomento, ministro de Hacienda y ministro de la Gobernación, pasando a la historia sobre todo por ser el impulsor de la división territorial de España en provincias, vigente todavía en la actualidad. La realidad es que el citado libro lo firman bajo ese pseudónimo colectivo los miembros de la Asociación Española de Administración Pública, creada en 1969, en lo que iba a ser el antecedente inmediato de la actual Asociación Profesional del Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado. Aquella primigenia asociación comenzó como algo parecido a un sindicato de funcionarios para defender intereses corporativos y terminó convertida de facto, ya en las postrimerías de la dictadura franquista, en un potente instrumento de movilización ciudadana al servicio de postulados democráticos. El homenaje postrero a Javier de Burgos parece claro y explícito.
Se cuidaron mucho aquellos funcionarios de dejar muy claro desde el principio que su aportación al debate sobre la creación y el desarrollo del Estado del Estado de las Autonomías tenía un carácter técnico y un afán constructivo, frente a otras visiones apocalípticas, sectarias, negativistas u optimistas en exceso. Su apuesta decidida era por un Estado federal, combinando autonomía y unidad, sin veleidades separatistas centrífugas, ni tentaciones uniformadoras centrípetas.
La fascinación me viene porque, pasados más de 30 años de la edición de aquel libro (al que acompañaron informes temáticos sobre descentralización de la educación, la justicia, la sanidad, la planificación económica o los impuestos), muchos de los problemas que se enunciaban entonces como futuribles, iban a ser después muy reales y, aún hoy, se siguen arrastrando como riesgos latentes o explícitos del modelo español. Por brevedad, enunciaré sólo los que tiene que ver con la atribución de competencias y los regímenes de financiación.
El primero hace referencia a una cuestión temporal que para un observador externo podría ser inocua, pero que no es en absoluto. La LOFCA se aprobó en 1980, por tanto después del Estatuto de Autonomía de Cataluña de 1979 (también del vasco), de tal forma que “el régimen común financiero es no más que una expresión detallada de lo que se pactó con la minoría catalana” (p. 95). Los sucesivos sistemas de financiación que vendrían después (el llamado provisional, los acuerdos quinquenales y las reformas de 2001 y 2009) reproducen casi con mimetismo esta secuencia. Sin embargo, la ruptura de este modus operandi se produce a partir de 2012, con el abandono por parte de Cataluña de su tradicional impulso descentralizador, apostando por un soberanismo de amplio alcance.
Otras críticas aceradas se lanzan (p. 96) contra la cesión a las comunidades autónomas del impuesto de patrimonio (“complementario del de la renta”) y del impuesto de sucesiones que, por su principal finalidad de “justicia social [...] debe ser objeto de una política general”.
El sistema de coordinación en el Consejo de Política Fiscal y Financiera también era puesto en entredicho (p. 97), ya que “sus decisiones no tienen carácter vinculante, sino sólo consultivo y de deliberación” (esto se cambió con la reforma de la LOFCA de 2001, aunque el órgano sigue controlado de facto por el gobierno central).
Sobre el Fondo de Compensación Interterritorial (pp. 98-99), recurso contemplado expresamente en la Constitución, se advertía de su insuficiencia –y, por tanto, de su ineficacia- e incluso de su carácter contraproducente, ya que en los primeros momentos iba a beneficiar a todas las comunidades autónomas y no sólo a las más pobres.
Con respecto a los regímenes especiales, las críticas subían de tono (pp. 100-102). Sobre el cálculo del cupo vasco hablaban de “un privilegio en una cuantía muy considerable” y en el caso navarro directamente acusaban de “permanente dejación de autoridad del Estado”.
Finalmente, sobre el recurso al crédito (p. 114) se preguntaban “cómo va a evitarse que las comunidades autónomas terminen sus ejercicios con déficits presupuestarios que [...] tendrá que asumir el Estado más tarde o más temprano”. Traída esta cuestión a nuestros días, hablaríamos de restricción presupuestaria blanda o de rescates, pero el asunto de fondo es idéntico 30 años después.
En otra parte del libro, los altos funcionarios estatales invocaban los “límites materiales” de la descentralización, los que nunca se deberían traspasar, ya que todos ellos tienen sólida base constitucional y económica: unidad nacional, solidaridad y principio de igualdad. Pues bien, algunos de ellos han sido forzados con el discurrir del tiempo, hasta el punto de situar su cumplimiento en una tesitura de verdadero peligro.
¿Y qué solución proponían estos autores? La de un “Estado federal cooperativo”. “Federalizar antes de que se disgregue la nación”, decían (p. 159). Y para ello, como mínimo, se necesitan instrumentos eficaces de integración, al lado de fuertes instituciones de coordinación. En lo concreto, abogaban por leyes sectoriales básicas que clarifiquen espacios competenciales, consolidación de los partidos políticos “de lealtad nacional” (sic), un refuerzo del Fondo de Compensación Interterritorial como gran mecanismo de solidaridad y, en definitiva, una revisión constitucional con alcance limitado, buscando siempre la utilidad práctica de esa revisión.
¿Nos suena todo esto de algo? Pues estamos en 1983.
Publicado en el blog De fueros y huevos (RIFDE-Expansión) el 20 de enero de 2015
Publicado en el diario Expansión el 28 de febrero de 2015
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